martes, 5 de diciembre de 2017

La flor del cerdalí



José Joaquín Rodríguez Lara


De la caza surgió la ganadería y de la ganadería está resurgiendo la caza. Es el “movimiento pendular de los sistemas”, que decía mi profesor don Hilario Álvarez. Mi abuela Julia, que lo aprendió casi todo por sí misma, también lo veía claro: “Hijo, cuando el libro de la moda se acaba, hay que volver al principio”.

Y en esas estamos: columpiándonos en el péndulo y releyendo el manual de lo trapos de pasarela.


La domesticación de los animales de caza seguramente se inició, hace miles de años, encerrándolos en algún lugar y proporcionándoles alimento. Es lo mismo que se hace actualmente en las granjas cinegéticas y en los cotos intensivos con las perdices, los faisanes, los ciervos, muflones, gamos, etcétera. Los primeros ganaderos buscaban animales dóciles, que se dejasen matar sin correr demasiado; ejemplares confiados de los que se pudiera aprovechar su carne, su leche, sus huevos, su lana y su fuerza de trabajo.

Las personas que hoy crían piezas de caza buscan animales que soporten el confinamiento, pero que, a la vez, sean desconfiados, que corran, que huyan, que se escondan, que vendan cara su piel, sus colmillos, sus cuernas o sus plumas.

Sin embargo, en el fondo, tanto los ganaderos como los ‘venaderos’ –granjeros de especies venatorias- tienen el mismo objetivo: producir animales para el consumo humano.

A los ganaderos y a los ‘venaderos’ se les ha unido, a lo largo de los últimos años, un nuevo gremio: el de los ‘mascoteros’. El de los ‘mascoteros’ sin escrúpulos, sin conciencia o sin cerebro. Gente piadosa, amante de los animales de poca edad, que los tienen como objetos de compañía hasta que crecen y no pueden mantenerlos. Entonces, para solucionar su problema doméstico, como son personas muy sensibles y les da pena sacrificarlos, abandonan a los bichos en el campo y crean un problema público.

Conocí a alguien que, cuando le paría la gata, como le daba lástima matar a los gatitos, los enterraba, vivos, para no oírlos miar. “Arreglárosla como podáis”. Y se marchaba para su casa con la conciencia muy tranquila.

El nocivo efecto medioambiental del abandono de mascotas que pueden valerse por sí mismas es idéntico al que se genera cuando el animal no se abandona, pero por una custodia negligente se pierde en la naturaleza o se escapa para vivir por su cuenta y ver mundo.

Los ecosistemas son piezas de relojería, muy sensibles y ajustadas. Si quitamos o ponemos algún engranaje, por diminuto que sea, la precisión del reloj se resiente. A veces, hasta deja de funcionar.

Pues en el reloj que nos marca las horas faltan ya, o escasean, demasiadas piezas. El declive del conejo es una catástrofe tan notable como eliminar el pan de la dieta mediterránea, y la introducción de especies alóctonas, foráneas, como los cerdos vietnamitas va camino de serlo.

En muchas partes de España se ha dado ya la voz de alarma sobre la creciente presencia de cerdalíes en los campos y hasta en los núcleos urbanos.

Como casi todo el mundo sabe, el cerdalí es un cruce entre el jabalí silvestre y el cerdo vietnamita asilvestrado motu proprio o por decisión de quien lo abandonó. También se le llama jabamita y cerdolí.

Lo de jabamita –cabeza de jabalí y cola de vietnamita- me suena raro y hasta difícil de recordar. La denominación, bastante extendida, de cerdolí –cabeza de cerdo y cola de jabalí- me parece machista y falsa. Machista porque antepone el macho, el cerdo, a la hembra, la cerda, y falsa porque lo habitual es que los machos de jabalí se apareen con las cerdas domésticas, derrotando y expulsando del agreste tálamo nupcial, si es necesario, a los varracos domésticos, por muchas artes marciales que sepan los orientales. A los jabalíes no les va lo de hacer tríos. Lo raro es que un cerdo vietnamita, más pequeño que un jabalí, le distraiga las hembras al peludo tanque de los montes hispanos.

Así que, al referirme al engendro, yo prefiero denominarlo cerdalí; es decir, hijo de una cerda asilvestrada y de un jabalí silvestre.

Pero lo pernicioso de este cruce porcino no es darle uno u otro nombre, sino la extensión creciente de su presencia en los montes y en los cultivos agrarios españoles.

El cerdalí, algo más pequeño que el jabalí y con diversidad de color, pelaje y cabeza, hace más daño que el jabalí porque es más prolífico. Tiene más crías, come más, causa más destrozos, puede transmitir más enfermedades y, al competir con el autóctono cochino de monte, terminará contaminando con sus genes la pureza racial del jabalí. Ya hay estudios científicos que alertan sobre este peligro.

Lo que no parece haber es una ley o una orden de vedas que incluya al cerdalí y a su madre la señora cerda vietnamita como especie dañina, ajena al ecosistema español y, por lo mismo, susceptible de ser abatida en las cacerías legales. Especie cinegética, en suma. Para sí quisieran la zorra, la pega (urraca, picaza…), la grajilla, la tórtola turca y otras especies consideradas dañinas el estatus de protección que se aplica al cerdalí.

Tal vez opine usted que los cerdalíes son bonitos –para gustos los colores-, simpáticos (ídem) o escasos (lo mismo le digo) y, por lo tanto, no hay necesidad de perseguirlos y erradicarlos del medio natural.

Hay gente que creyó algo parecido cuando vio la primera flor –tan bonita, tan lila- del jacinto de agua en mitad del Guadiana y hoy, doce años después, doce años ya, el camalote es una plaga que está asfixiando el tramo medio de uno de los ríos más importantes de Europa.

Aquello sólo era un ramillete de flores lilas sobre una balsa de hojas muy verdes, pero ya hemos gastado millones de euros tratando de erradicarlo y en el Guadiana cada día hay más camalote.


Maldita sea la hora en la que a alguien se le ocurrió vaciar su pecera en el río.

(Artículo publicado en la revista 'Caza Extremadura' de noviembre / diciembre.)



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