martes, 25 de abril de 2017

El Altozano de Barcarrota

José Joaquín Rodríguez Lara


El Altozano guarda aún el aroma de las jeringas enhebradas en los juncos, la algarabía de los juegos -el triángulo, la bilarda, la roli, los platillos (nate, zate y colate), los chinches, los bolindres ("Polvorones, Risqueño, polvorones"), las siete y media...-, la voz del vino corriendo de vaso en vaso tras el portalón de El Chupito, la brisa marina del bacalao guillotinado en el comercio de ¿Cuatroojos?, las estremecedoras serenatas, en completa soledad y casi ciegas, de Camilo mientras balanceaba el torso sentado en el umbral de los Sánchez, los gurugú de los pavos de Calvino persiguiendo bichillos por el suelo, la alta letanía de los bachilleres pastoreados por Adrián bajo la superior supervisión de don Hilario, y la fuente, siempre la fuente del Altozano, reina coronada de cántaros y cañas amarillas, midiendo el curso de la vida con su eterno reloj de agua.

 

Si yo, en este momento, ahora mismo, pudiese recuperar aquellas palabras, aquel gesto, aquella mirada y, sobre todo, aquel silencio que me abrasó los labios con el hierro candente de tu nombre...


Te hablé con los ojos mientras te ibas, pero hay tantas cosas que nunca te dije, tantas, que necesitaría otra vida para sacarlas de mí. 


Si pudiera seguir amamantándome en los cuatro caños de la fuente, jugar en los cuatro rincones de la plaza, hacer equilibrios sobre las cuatro barandillas de hierro pulido por las caricias...  Si aún estuviéramos allí...


Inolvidable Altozano de mis ausencias, corazón de mis días, relicario de mi memoria.


viernes, 14 de abril de 2017


La espera



José Joaquín Rodríguez Lara


Noche de Viernes Santo en Salvatierra de los Barros. Ni el aire se mueve. El cielo, de terciopelo negro, le presta su manto a La Soledad. Las estrellas velan en silencio, sin atreverse a mostrar su inquietud con algún parpadeo. Aunque sea leve. En un huerto, como si fuera un monaguillo con matraca, suena un grillo que reta a sus congéneres sin obtener respuesta. Un poco más lejos, un perrillo ladra sin demasiada convicción. Y no hay más. Ni siquiera se ven navajas fugaces abriendo chirlos de luz en la cara del firmamento. Noche de Viernes Santo en Salvatierra de los Barros, noche hundida en el silencio. Se diría que la vida mira al campanario, anhelando el repique de campanas para recuperar el aliento.




miércoles, 5 de abril de 2017

Teléfonos de guardia


José Joaquín Rodríguez Lara


Madrid, domingo, 2 de abril del 2017, año de Nuestro Señor. A las (me reservo la hora) y 29 minutos, el Paseo de la Castellana respira tranquilidad. Hay pocos vehículos todavía y por los bulevares de la gran avenida capitalina empiezan a trotar los atletas sin dorsal que huyen de su sombra.

 
También hay perros, teckels, gran danés, schnauzers, kerry blue terrier, piccolo levriero italiano, shiba inu y hasta perros sin marca que tiran de sus amos paseándolos por el césped entre deposición y deposición. Aquí y allá picotean un puñado de palomas torcaces, mucho más mansas y confiadas que las domésticas palomas zuritas. Y allá y más aquí se ve a parejas veteranas y hasta a personas ancianas asistidas por lazarillos que absorben con fruición los rayos del segundo sol abrileño.


Está muy agradable el día. A lo largo del tándem que forman el Paseo de Recoletos y la Castellana lucen con galanura las banderolas que anuncian una exposición, sobre el arquitecto Rafael Moneo, en el Museo de la baronesa Thyssen-Bornemisza. Un detalle de los arcos que configuran la falsa nave transversal del Museo Nacional de Arte Romano, de Mérida, una de las obras más importantes de Moneo, ilustra la cartelería.

 
Hay viandantes que se detienen a acariciar, a olisquear y a fotografiar los racimos de la glicina que cubre con una catarata de flores blanquiazules la verja de la Fundación BBVA.

 
Muchos centenares de metros más arriba, en torno al estadio Santiago Bernabéu, también desparraman su perfume blanquiazul los puestos ambulantes en los que se venden bufandas (de Cristiano, de Isco, de Milan) camisetas y hasta toallas del Real Madrid. Hay partido y el coliseo merengue, uno de los museos más visitados y caros de Europa (24 euros cuesta el tour completo y 14 te cobran por la mitad, Florentino, ya te vale), espera al Alavés.


En la acera de enfrente, en El Corte Inglés, venden huevos de oca. A casi 10 euros la collera, que tampoco es moco de pavo. Los venden en unas cajitas modelo 'delicatessen' y te incitan a comprarlos invitándote a darte un festín de sabor.


Con todo, lo que más me sorprende de este abigarrado paseo castellano es un guardia civil, un agente de la Benemérita, que a esas horas y 29 minutos hace como que hace guardia en la acera, en una puerta del Ministerio del Interior.


Es delgado, mide en torno al 1,80, tiene el fusil terciado sobre el pecho y el abdomen, con la bocacha encañonando al suelo, y no se distingue si es joven o veterano porque permanece con los ojos y la cara entera y todos sus sentidos clavados en un teléfono móvil que sostiene con la mano derecha. ¿Está consultando la hora para saber cuánto falta para que le llegue el relevo? No creo, porque la hora se consulta en un instante. ¿Le ha enviado un mensaje su sargento? No es probable. Si el centinela necesitara recibir mensajes de sus mandos o enviárselos sería mucho más práctico y eficaz hacerlo a través de un pinganillo y de un micrófono. Entonces, ¿qué esta haciendo este agente de guardia ante una puerta del Ministerio del Interior a las y 29 minutos?


Pues esta claro: consulta su móvil. Y lo hace con verdadero embeleso. La pantalla del teléfono es su mundo en ese momento. Su atención a lo que pasa en la calle está suspendida. Es un centinela en stand-by.


Me choca la escena porque en el servicio militar aprendí que pocas cosas hay más serias que una guardia, en la que no pueden admitirse distracciones que sumen un peligro adicional tanto para el centinela como para las instalaciones que custodia. Me asombra que no se pueda consultar el teléfono mientras se conduce y sí pueda hacerse mientras se monta guardia en la calle, delante de una puerta del Ministerio del Interior. Imagino a un cirujano atendiendo la llamada de su sastre mientras opera a corazón abierto a una paciente castellana y me sobresalto. Tal vez no esté prohibido, e incluso forme parte de la uniformidad reglamentaria de la Guardia Civil, pero consultar el teléfono mientras se hace como que se hace guardia con un arma en plena calle no me parece ni ético, ni estético, ni tampoco aconsejable. Lo digo como lo siento.


Pero no crea usted que el comportamiento de este agente es una excepción. El mismo domingo, unos metros más abajo, en la Plaza de Cibeles, en la acera contraria, varias horas después, a las y 15 minutos, me acerco a un policía local que realiza su servicio en una puerta de acceso al ayuntamiento de Madrid, para preguntarle por una dirección, y el policía, que percibe mi presencia sigue tecleando en su teléfono móvil hasta que me detengo ante él, ya bajo los muros de la casa consistorial madrileña, levanta la cara y me pregunta: ¿qué desea?


Pues señor guardia, lo que yo desearía en estos momentos es que su madre, o su alcaldesa, no le permitiera consultar el teléfono móvil mientras está usted de servicio. Y lo mismo digo del padre, o del ministro, del guardia civil. Aunque esté permitido, no me parece conveniente. Y, con absoluta sinceridad, no me tranquiliza su idea de que Madrid es una ciudad tan segura que hasta se puede consultar el teléfono móvil mientras se hace guardia en la calle.