martes, 31 de enero de 2017

Las turmas del varraco


José Joaquín Rodríguez Lara


Se ha capado al varraco. En Barcarrota, mi pueblo, llamamos varraco a lo que en otros lugares llaman verraco, pero es la misma cosa y con idéntica función y calidad. El varraco del que hablo ha cumplido su función perfectamente. Y con un alto grado de calidad. Después de ejercer su oficio durante varios años, acaba de pasar a la situación B: retiro a la espera de más altos menesteres. Y para que pueda retirarse es necesario castrarlo. La operación la ha realizado un prestigioso especialista. Y la ha ejecutado a satisfacción de todos menos del varraco. ¡Qué le vamos a hacer!


Como del cerdo, especialmente del cerdo ibérico, se aprovechan hasta los andares -gracias al agroturismo- me he traído a casa las turmas, vulgo testículos, gónadas, criadillas, huevos o cojones, del varraco. Las he limpiado a conciencia, eliminando telas y demás tejidos nada apetitosos, y las estoy cocinando. Más de medio kilo de turmas de semental ibérico, línea Valdesequera. Si me sale bien, publicaré la receta en el apartado 'Buen Provecho', de este mismo blog.


Pero el asunto me incita a la reflexión. En primer lugar quiero detenerme en la castración. Capar a los cerdos es imprescindible para poder comer jamón. O se castran de pequeños o se castran de adultos, pero antes o después deben perder su virilidad, pues el sabor a macho es incompatible con el refinado paladar humano.


No son los cerdos y las cerdas los únicos animales que se castran. También se capan los gallos, para mejorar el sabor de su carne. La operación es delicadísima. La vida del gallo corre peligro. Los capones gallegos tienen fama y son un manjar tradicional.

 

Incluso se castran animales que, al menos inicialmente, no se destinan a la mesa. Es lo que ocurre con los toros/bueyes, burros, mulos y caballos. Con la castración pierden temperamento sin que disminuya su fuerza para el trabajo.


Más aún: se castra a las personas. Todavía. La castración de los varones es un castigo que tiene las raíces muy hondas. Pero no sólo se ha utilizado la castración como castigo. También se usó como gratificación. Cuando no se permitía que las mujeres cantasen en público, siglos XVI al XVIII, se capaba a los niños que tenían mejor voz para que conservasen el tono agudo. Eran los castrati. Los coros de las iglesias estaban llenos de capones. Algunos castrados, como Farinelli, se hicieron famosísimos. Y muy ricos. Las personas melómanas adoraban la voz prodigiosa de los castrados. Y las menos melómanas, su voz y otros encantos.


¡Qué la castración de personas es cosa del pasado! ¡Incluso de un pasado atroz! ¡Qué se lo cree usted! Actualmente se siguen castrando seres humanos. Y no sólo en algunas operaciones de esterilización. En el cambio de sexo, de varón a mujer, hay castración. Y la castración sigue utilizándose como castigo. Contra los violadores reincidentes, por ejemplo. El protagonista de esta historia, real como la vida misma, no es un violador, pero sí tiene un amplio historial como reincidente.


No sé qué pensará el varraco -si es que los varracos tienen pensamiento, que diría Luis Chamizo- de que se cocine la parte de su ser que más le duele. Sobre todo en estos primeros días. Hay un rechazo a comer carne de un animal vivo. Y más si es precisamente ese pedazo de carne. A mí no me parece mal que se consuman las turmas de los varracos. También se comen los rabos que se le cortan a las borregas y nadie se escandaliza. En África, los masai le sacan sangre a sus vacas, clavándoles una flecha en el pescuezo, y se la beben recién 'ordeñada'. 
La sangre. A veces la mezclan con leche. Y, además, no lo hacen una vez, sino siempre que lo necesitan. Es otro modo de comerse vivo al ganado. Como si fuese una ostra o una almeja, pero respetando su vida. Mucho más cruel es cocer a los caracoles vivos para chupar sus conchas y disfrutar de la salsa.


Estas y otras prácticas pueden parecer atroces para aquellas personas convencidas de que las pechugas de pollo nunca tuvieron plumas y las chuletas de cordero jamás mamaron. Pero no es así. Los seres humanos seguiríamos durmiendo en las copas de los árboles si no hubiésemos empezado a comer carne hace al menos dos millones de años. Detrás de la evolución humana hay muchas prácticas difíciles de digerir para la gente que está en contra del consumo de carne, pero son las prácticas que nos han permitido sobrevivir hasta hoy.


Hasta aquí hemos llegado cuidando, criando y sacrificando animales según un código ético que ha ido pasando de padres a hijos. No existían entonces los filósofos comunitarios, políticos y funcionarios de la Unión Europea, que gobiernan el campo desde sus altos despachos. Son personas que no han pisado la hierba ni para ir de merienda, pero el mundo rural está en sus manos. Y lo patean con bota de hierro.


Yo les mandaría una fiambrera con mi guiso de turmas, para que sepan a que sabe la dehesa extremeña, pero me temo que, aunque el varraco de esta historia es cojonudo y sus prendas hacen honor a su fama, no hay huevos suficientes para tanto campesino de moqueta.




viernes, 27 de enero de 2017

La peor minusvalía


José Joaquín Rodríguez Lara


La protección a las personas más débiles es uno de los rasgos característicos de las sociedades organizadas. Es una práctica ancestral; incluso anterior al nacimiento de la humanidad.


Esa protección adopta formas muy diversas. Una de las más evidentes es la que se da en el acceso al empleo. Las administraciones no sólo reservan plazas para personas con minusvalías físicas, psíquicas o sensoriales; también protegen a una parte de la ciudadanía cuya debilidad no es física, ni psíquica ni tampoco sensorial. Es una debilidad externa, social. Una debilidad que se intenta corregir facilitando el acceso de las personas que la sufren a ámbitos que, sin la protección oficial, les estarían vedados. Es lo que ocurre con las mujeres, para las que las administraciones habilitan vías de acceso al empleo, a los consejos de administración y a los cargos de representación.


No ocurre lo mismo con otras personas que carecen de minusvalías físicas, psíquicas o sensoriales, pero sí reciben un rechazo radical en el acceso al trabajo. Son, somos, los varones mayores de 50 años que carecemos de empleo. Hasta cumplir esa edad, o un poco menos, eramos trabajadores expertos, veteranos que dominábamos los secretos de nuestro oficio, maestros y formadores de la juventud que se iba incorporando a la empresa.


Pero cumplimos los 50, o los 47 o los 56 años, nos expulsaron del empleo y en un minuto pasamos de estar considerados como veteranos expertos a que se nos tenga por viejos inútiles. El mundo del trabajo no nos quiere y la Administración no nos jubila. Estamos entre la espada y la pared, perdidos y abandonados en tierra de nadie, estirando el cuello para no ahogarnos antes de alcanzar la orilla de la pensión que, por la forma de cálculo, se hace más pequeña a medida que nos acercamos a ella.


Queremos trabajar. No nos dejan. Aceptaríamos jubilarnos con una pensión digna. No nos lo permiten. ¿Qué esperan? Que nos muramos sin llegar a cobrar la pensión por la que hemos cotizado durante la mayor parte de nuestra vida.


Ser un experto/veterano/viejo/inútil es una debilidad enorme, pero no está protegida por el Estado ni por la sociedad. Desde el punto de vista laboral, no hay minusvalía mayor que haber cumplido los 50 años. Tienes criterio y experiencia, conservas las habilidades y los conocimientos imprescindibles para el ejercicio de tu oficio, pero la sociedad te desprecia. No le vales. Y el Estado no te protege, porque no cojeas, ni eres ciego, ni sordo ni tampoco eres mujer. Tu minusvalía como veterano inútil es enorme, pero nadie la contempla.


Con lo sencillo y fácil que sería reservar plazas para las personas con 'minusvalía de edad' en las convocatorias públicas de empleo. Con lo justo que resultaría obligar a las empresas a mantener en plantilla un porcentaje adecuado de veteranos.


La crisis, o lo que sea este infierno, nos ha puesto en la calle a centenares de miles de trabajadores expertos; los aledaños del sistema público de pensiones están rodeados de veteranos que queremos seguir trabajando y cotizando a la Seguridad Social.


Si en las instituciones o en los organismos públicos hay alguien que no comprenda o que rechace los anhelos de los cuarentones, de los cincuentones y de los sesentones que queremos trabajar y no nos dejan, espero que ese político o ese alto cago no llegue a viejo. Y no es que yo le desee la muerte. Es que no quiero que sufra.



miércoles, 18 de enero de 2017

A Don José le encantan las vecinas


José Joaquín Rodríguez Lara


La cabra es caprichosa. No hay más que verla. Su propio nombre lo dice. Las raíces de caprino y de capricho tienen el mismo o parecido origen. Las cabras son animales muy caprichosos.


Mi hermano menor, Servando, asegura que la cabra es un espíritu libre, que quiere cuando quiere querer y si no quiere querer no quiere. Si así fuese, el corazón caprino le daría mil vueltas en autonomía a la papa palpitante que nos remueve la sangre a las personas.


Sea como fuere, a la cabra hay que echarle de comer aparte, por si le apetece comer. La gente suele creer lo contrario, pero una cabra no come cualquier cosa. Cierto es que engulle hojas, ramas y espinos sin problemas, pero antes de comerse algo, paladea el alimento. Si el sabor de una hoja no le gusta, la deja y se mete en la boca otra. Igual que la desechada, incluso de la misma rama y del mismo brote, pero que sí le apetece.


La cabra es tan caprichosa que puedes ponerle ante los labios la mejor comida, abundante y fresca, y ella hará lo posible y lo imposible para darte la espalda y probar el sabor de una rama que hay al otro lado del muro, justo en la cerca del vecino. ¿Qué tiene el cercado de la vecindad que no tenga el tuyo? Tiene una excursión. A las cabras le gustan las caminatas.


Ellas son así. Son cabras y se comportan como cabritas, cabritos, cabrones o cabronas, según sea el sexo y la edad. La misma palabra lo dice.


Y ya que ha salido a relucir el tema, a Don José, el macho de la piara, un retinto extremeño de porte imponente, le encantan las vecinas. Las cabras de Manolo. Pastan junto al castillo, pero a Don José no le importa que estén cuatro cercados y media docena de alambradas más allá. Algo deben de tener las vecinas cuando Don José abandona a la parentela, joven y vistosa, se salta las cercas a pie juntillas y se va a cohabitar con cabras ajenas. Lógicamente, vuelve cuando le da la real gana, pasa revista a su propio harén y, si lo tiene a bien, se marcha de nuevo. Ya lo dice el refrán, echa ganado caprino si quieres conocer a tus vecinos.


Cuando pasan estas cosas, lo mejor es no tomárselo a pecho, porque la cabra no es que tire al monte, es que tira para donde le da la gana y te pongas como te pongas, si quiere darse un capricho con el vecindario, se lo dará por muchos obstáculos que le organices.


Don José no es mala gente. Todo lo contrario. Me come en la mano y, desde que 
Pepito, su mellizo, está acantonado en El Moral, de maniobras con las cabras de Narciso, Don José está más tranquilo. Ya no tiene que pelear los amores. Ni los propios ni los ajenos.


Eso sí, a caprichoso no hay quien le gane.


jueves, 12 de enero de 2017

- Se acusa al vacío de causar muertes que, en realidad, son obra de lo lleno, cuando el blando vacío se acaba y comienza el duro suelo.


martes, 10 de enero de 2017

domingo, 1 de enero de 2017


Matar a una mujer sale barato


José Joaquín Rodríguez Lara


Creo que la sociedad emplea demasiadas energías en honrar a las víctimas de la violencia machista y dedica muy pocas a perseguir a sus asesinos. Las palabras de condena, las muestras de repulsa y los minutos de silencio le dicen a los asesinos potenciales que matar es gratis, que la repulsa social no les alcanzará la piel.


Un bicho que dejó de ser hombre mató a su pareja y, a los ojos de la sociedad, toda su condena se redujo a unas cuantas muestras de repulsa y a unos pocos minutos de silencio.


¿Dónde estaba el asesino mientras tanto? ¿Cómo se desarrolló la persecución policial? ¿En qué celda está recluido? ¿A qué ha quedado reducida su vida? ¿Cómo fue su proceso judicial? ¿Cuántos años lleva en la cárcel? ¿Qué cara pone cuando su compañero de celda hace de vientre delante de sus narices? ¿Cómo lleva los recuentos? ¿Cómo sufre el peso de los años, de los meses, de las semanas, de los días, de las horas, de los minutos, de los segundos y de las décimas y centésimas y milésimas de segundo que pasa entre rejas? ¿Cómo se le pudre la piel y la mirada y el ánimo en la cárcel? ¿Ha muerto ya? ¿Quién apaciguó su miedo durante la agonía? ¿Quién fue a su entierro?


Todas estas y muchas otras cosas me gustaría que contasen los periodistas sobre los asesinos de mujeres, en vez de prestarle tanta atención a los desolados minutos de silencio, con cuatro concejales y tres funcionarios en la puerta del ayuntamiento.


Esas inútiles muestras de dolor, de repulsa y de condena social sólo dicen una cosa: matar a una mujer sale barato.