sábado, 12 de diciembre de 2015

La carne de supermercado y los asesinatos domésticos


José Joaquín Rodríguez Lara


Una de las peculiaridades de la sociedad española es tratar a los animales como si fueran personas y a las personas como si fuesen animales. Es una peculiaridad obscena e indeseable, en mi opinión, y creo que está, además, en pleno proceso de crecimiento.


El ser humano se forjó a sí mismo en la fragua de la caza. Los simios bajaron del árbol para consumir carroña. De ahí pasaron, seguramente, a abatir a animales que no podían huir, por estar heridos o haber caído en alguna trampa natural. El tercer paso, la persecución y captura del animal sano, la instalación de trampas homínidas y la preparación de emboscadas para conseguir comida era poco menos que inevitable.


El consumo de proteínas de origen animal fue uno de los factores que convirtieron al mono fitófago en ser humano. La paleoantropología vincula la encefalización, el aumento de la masa cerebral, una de las diferencias más significativas entre las personas y los grandes simios, con el consumo de carne. Un consumo que se mantuvo y se regularizó con el paso de la caza a la ganadería.


Tanto el cazador como el ganadero suelen respetar a los animales que matan. Saben perfectamente el porqué y el cómo lo hacen y son conscientes de que es su mano la que le arranca la vida al animal. El dolor de sus víctimas no les resulta ajeno. La gran mayoría de las veces conocen la vida y milagros del animal con cuya carne se alimentan. No afilan su cuchillo en el odio.


De los pueblos cazadores y recolectores se pasó a las comunidades ganaderas y agrícolas, y de ellas, a la sociedad que come carne anónima. Carne sin sangre, sin piel, sin plumas, sin calor, sin sentimientos, sin historia, sin trayectoria. Carne de máquina, carne molida, sin forma ni apariencia animal. Carne sin tasa, carne sin miedo, carne sin vida.


Las autoridades sanitarias obligan a reflejar en las etiquetas la procedencia de esa carne, pero más que hablarnos del animal que fue, los datos de trazabilidad del producto nos informan sobre su entorno, no sobre su esencia.


¿Quién se detiene a imaginar que ese filete, esa hamburguesa, ese paté o esa pechuga un día tuvieron vida? Ni siquiera quienes tuvimos la suerte de pasar la niñez en el mundo rural y vimos crecer a los pollitos hasta convertirse en gallos caemos en la cuenta de que el muslo que nos estamos comiendo, aunque sea de factoría avícola, tuvo vida y plumas y también rasgaría el alba con su kirikikí. Quienes vimos a la abuela salir de la cocina y dirigirse al gallinero con un cuchillo y un plato, o al abuelo descabellar al chivito, o al padre abrir un manantial de sangre en la papada del cerdo, o a la madre desnucar al conejo con un solo y certero golpe propinado con el canto de la mano, o al tío volver del monte con un manojo de palomas torcaces sabemos que la carne no crece en los supermercados, que no nace primorosamente embalada en bandejas envueltas en plástico. Pero a pesar de haber visto correr la sangre de los animales, consumimos su carne como si fuese un producto sintético, artificial, ajeno a la vida, de laboratorio.


Y si quien creció entre animales y los vio pasar de la vida a la muerte se desentiende de ese instante definitivo, ¿qué habrían de hacer quienes nunca vieron despedazar un cerdo o un cordero o un pavo? Para muchas de esas personas, la carne no es un producto animal, porque los animales no tienen forma de chuleta ni de brocheta ni de albóndiga ni de chorizo. Los animales son seres encantadores. Sobre todo cuando todavía son pequeños. ¿Quién va a disfrutar comiéndose un adorable cordero o un lechón o un pollo? La carne es un producto de las carnicerías y de los supermercados y los animales viven en el campo, salen en la televisión y son otra cosa muy distinta. Los animales y la carne son realidades opuestas y si coexisten lo hacen en mundos separados.

 

Lo rural y lo urbano también son mundos ajenos, dimensiones paralelas, galaxias que se alimentan y se devoran. El mundo rural alimenta al urbanita y el agujero negro de las ciudades se ha empeñado en erradicar la esencia del campo. Es un proceso urbano de civilización que destruye la cultura rural.


Seguramente es esa disociación de la realidad la que incita a tratar a los animales, desde el perro al toro bravo y desde el cerdo a la gallina, con más consideración y reverencias que a muchas personas. Y a las personas, en inevitable compensación, se las trata peor que a los propios animales.


El ser humano ha pasado de matar para comer a comer para matar. Pero no para matar animales, pobrecitos. Para matar personas. Unas veces con arma blanca, otras a golpes, casi siempre a traición y en la mayoría de las ocasiones con el efectivo método de darles la espalda. Ningún partido político incluye en su programa electoral medidas para llevar a la playa a aquellas personas que carecen de medios para ir por su cuenta. Pero eso sí, el Partido Animalista pretende que en las playas españolas haya zonas reservadas para perros.


Es una anécdota sin mayor trascendencia, pero también es un indicio del enorme interés que hay en una parte de la sociedad española actual por afianzar los derechos fundamentales de los animales, aunque ese objetivo conlleve un retroceso en los derechos civiles de las personas.


Y todo ello en una España en la que el desprecio a la vida encuentra su máxima y más nauseabunda manifestación en la violencia machista, doméstica o de pareja. Habría que investigar, con toda la seriedad que esta trágica plaga exige, si existe alguna relación entre la violencia de género y el desprecio, en general, a la vida humana en favor de la vida animal. Es necesario determinar si vivimos en un mundo que desprecia el sufrimiento y la muerte de las personas porque ha dejado de ver el dolor y el sacrificio de los animales con cuya carne nos alimentamos. Conviene comprobar si, en contra de lo que se supone, la falta de exposición a la violencia ritual -procedente de la caza, del sacrificio doméstico de animales, de las corridas de toros, etcétera- acrecienta la agresividad y el desprecio hacia la vida humana. Hay que esculcar los perfiles psicológicos de los criminales domésticos y comprobar si, llegado el caso, antes que respetar la vida de una persona preferirían salvar la de un tierno animal.


Sacrificio tradicional de un camélido en una comunidad rural boliviana.

 


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