viernes, 31 de julio de 2015

Pregón salvaterreño



Señor alcalde, señoras y señores ediles del excelentísimo Ayuntamiento de Salvatierra de los Barros, otras autoridades, señoras y señores, amigos, vecinos, familiares y forasteros, buenas noches.

Es para mí un honor y un placer ofrecerles el pregón de la Feria de Salvatierra; de una fiesta amparada por el patronazgo de santo Domingo de Guzmán, santo que suele pasar desapercibido para la mayoría de los salvaterreños, aunque en la dehesa de Santo Domingo quedan vestigios de lo que parece que fue su ermita.

Es un honor porque, como saben muchos de ustedes, yo nací en Barcarrota, y el hecho de que el Ayuntamiento salvaterreño me haya invitado a ser el pregonero me sugiere que ya se me considera parte de este pueblo, vecino fijo, aunque sea discontinuo, de esta localidad y, en definitiva, un poco salvaterreño. Se lo agradezco con todo mi corazón.

Tiene Salvatierra muchos hijos y muchas hijas y bastantes vecinas y vecinos que han hecho méritos más que suficientes y albergan la voluntad necesaria para pronunciar el pregón. Estoy convencido, además, de que a la gran mayoría le apetece hacerlo. Cualquiera de esas personas podría estar ahora mismo aquí, ante ustedes, pero me ha tocado a mí y afronto la tarea con mucho gusto y con la esperanza de estar a la altura de quienes me precedieron como pregoneros y de quienes me sucederán.

Les decía que, además de un honor, ser pregonero de la Feria de Salvatierra es un placer.

Y es un placer porque, si sumamos un fin de semana tras otro y un verano con los demás veranos, es probable que haya pasado más años de mi vida en este pueblo que en la localidad que me vio nacer. Así que me siento muy cómodo pregonando los méritos de Salvatierra.

Porque Salvatierra también es mi pueblo.

Sin renunciar a mi origen barcarroteño, yo también me siento un poco más hijo de Salvatierra cada día.

Les voy a contar algo que muy pocas personas saben y que casi nadie de ustedes recordará. La primera vez que vine a Salvatierra fue para hacer de cómico ambulante. Vine a hacer teatro, aunque nunca he sido artista ni tampoco feriante. Me trajo mi gran amigo Luciano Nogales Guillén y jamás se lo agradeceré lo suficiente.

Conocí a Luciano mientras estudiábamos el Curso de Orientación Universitaria, más conocido como el COU, en Jerez de los Caballeros. Surgió entonces entre nosotros una amistad con la que no han podido ni los años, ni las diferencias de carácter, ni las de opinión, de aficiones o de intereses.

El colegio menor jerezano en el que ambos residíamos montó una obra de teatro con el objetivo de recaudar fondos para el viaje de fin de curso de los alumnos de COU. La obra era ‘El médico a palos’, una de las comedias más conocidas de Molière.

A la compañía que comandaban Luciano Nogales y don José Serradilla, que fue sacerdote en este pueblo y dirigía el espectáculo, le falló la persona que habían elegido como protagonista y Luciano pensó en mí como sustituto.

No porque yo le pareciese un buen actor, aunque había actuado en algunos teatros importantes, de Badajoz, Cádiz y Sevilla, e incluso había ganado un premio con mi trabajo sobre las tablas, sino porque Luciano suponía que, en el poco tiempo que faltaba para el estreno, yo sí podría aprenderme el papel.

Les digo esto porque, si a Luciano y al cura que dirigía el colegio no les hubiera fallado el primer actor en el que pensaron, es posible que yo no hubiese venido nunca a Salvatierra y que ahora no estuviese aquí, contándoles una anécdota que ha resultado crucial en mi vida.

No debimos de hacerlo demasiado mal los cómicos de aquel montaje, porque actuamos en Jerez de los Caballeros, en Higuera de Vargas, en Villanueva del Fresno y, naturalmente, en Salvatierra de los Barros.

Concretamente en el ‘teleclub’, a cuyo escenario salí vestido de leñador, no recuerdo ya si con un hacha en las manos, pero sí que simulaba darle golpes a un leño.

“Válgame Dios, y que durillo está este tronco. El hacha se mella toda y él no se parte”.

Estas eran mis primeras palabras en la obra, este fue el primer mensaje que les dirigí a los salvaterreños. Como pueden comprobar, aunque fuese en la ficción, ya entonces me entretenía yo con los quehaceres del campo y hasta los compartía con una ocupación completamente ajena al sector agrario, la de médico ficticio, confirmando que además de periodista, de escritor y hasta de pregonero, uno tiene su ‘poquino’ de ‘enrea’.

Aquella actuación en el ‘teleclub’ fue un éxito. Especialmente para mí. Vine a Salvatierra, me gustó y puede decirse que me quedé, pues desde entonces no he dejado de venir. Incluso me casé en la parroquia de San Blas y celebramos el convite en los salones del Barceló. Fue una boda salvaterreña por tres de sus cuatro costados. El cuarto costado fue barcarroteño y lo puse yo.

Ustedes dirán que lo que me gustó a mí no fue Salvatierra, sino Ana Mari, aquella muchacha de larga melena morena. Y tienen ustedes gran parte de razón. Pero yo me fijé en Ana María Benítez Benítez algún tiempo después, en Madrid. Y no en persona, sino a través de fotografías que tenían Luciano y Blanca Bellido. La vi, la conocí, me gustó, volví a Salvatierra a casarme con ella y puede decirse que aquí sigo, pues desde entonces o no me he ido o no he dejado de regresar, que viene a ser lo mismo.

Incluso he querido que mis hijos, Alejandro y Ana Inés, también conozcan este pueblo y hasta que lo sientan como suyo. Creo que algo estoy consiguiendo, pues los dos son hermanos del Santísimo Cristo de las Misericordias, que es algo así como tener un pasaporte espiritual de salvaterreño.

De Salvatierra me gustaron y me siguen gustando muchas cosas. En primer lugar, su paisaje, que es como un libro que no se puede leer de un tirón, pues aunque tenga páginas cortas y sencillas, también hay otras que se hacen muy cuesta arriba. Es el de Salvatierra un paisaje de pasos cortos y paradas frecuentes, lo que siempre invita a la contemplación y a la reflexión.

También me agradó el castillo, esa corona de piedra colocada sobre las sienes de la sierra. Una corona regia, pues regio fue su origen. Una corona con mucha historia y con muchísimas historias. Y una corona que aún luciría más si le ofreciese a Salvatierra su mejor cara, que es la fachada orientada al Suroeste, al convento franciscano de Santa María de Jesús.

En el castillo de Salvatierra, la parte más bonita es la que menos se ve.

La zona del convento es, en mi opinión, una de las más interesantes de todo el término municipal salvaterreño. No sólo por las ruinas de lo que fue este centro de oración, sino porque en su entorno están los restos de la ermita de Santo Domingo, cuya fiesta estamos celebrando, y las ruinas de la ermita de Santa María de Entrambasaguas, que hasta tuvo romería, y a la que envuelve el misterio de su nombre, el de su bosque de fresnos, al que el otoño suele darle una apariencia fantasmal, y el de un enigmático risco, que yo llamo de las cruces.

Se trata de un monolito, sospecho que puesto en pie de forma intencionada, que unas veces me parece un monumento prehistórico, sacralizado con símbolos cristianos, y otras una representación del Calvario, o una estación del Vía Crucis. Tiene este enclave un interés indudable, aunque sólo sea como misterio sin aclarar.

Además, en esta parte de Salvatierra, la situada al Sur y al Oeste del castillo, hay grandes cortijos, como los del Ratón y el de Santo Domingo, y dehesas abundosas en encinas y en alcornoques, es decir, en buenos jamones y en apetitosos embutidos, lo que siempre multiplica el valor ecológico y cultural del paisaje.

Y si el Sur y el Oeste del término municipal salvaterreño concentran lo mejor de los encinares, es precisamente en la ladera del Este, en la que ahora mismo nos encontramos, donde está asentado el casco urbano y se localizan también algunos de los vestigios más antiguos e importantes de los orígenes de esta población.

El lugar que actualmente ocupa Salvatierra, justamente en el lugar en el que están ustedes escuchando este pregón, ya estaba habitado hace más de 5.000 años. Aquellos primitivos salvaterreños vivían en una sociedad perfectamente organizada y poderosa que al menos dejó una muestra indudable de su organización y de su poderío levantando un dolmen, un sepulcro colectivo. Un monumento que recibe pocas visitas y menos cuidados, aunque está a pocos metros del pueblo, en el camino que sale de la calle Triana.

Así que, aunque en Salvatierra hay muestras de la cultura cristiana, de la hebrea, de la musulmana, de la visigótica, de la romana y de la lusitana, la ocupación de estas sierras se remonta mucho más atrás, hasta la prehistoria, hasta las gentes que ponían en pie enormes piedras para hablarle alto y claro al vecino del cerro de al lado y dejarnos memoria de su existencia.

La ermita de Santa Lucía y los restos aledaños a la misma son una prueba evidente de que Salvatierra ha sido habitada por pueblos de diferentes culturas desde la más remota antigüedad. Lo mismo atestiguan otros restos, como la famosa lápida oscurecida, o las piezas asociadas a los fenicios y a los visigodos, que pueden verse engastadas en los muros de la iglesia parroquial.

Pero mucho más significativa es aún la inscripción del ara votiva que tuve la inmensa fortuna de localizar y de fotografiar en Santa Lucía, y que actualmente está en el Museo de la Alfarería.

En la inscripción de ese altar de piedra se menciona a Ataecina, la diosa de la luz para los lusitanos, y a Proserpina, divinidad romana también asociada a la luz, al renacer de la primavera. Y por si ese sincretismo religioso entre la fe lusitana y la romana fuese poca cosa, el ara estaba en la ermita de santa Lucía, es decir, en un santuario dedicado a la santa cristiana de la luz y del renacimiento, pues bien es sabido que por Santa Lucía mengua la noche y crece el día.

Pero de todas las cosas buenas que hay en el Este de Salvatierra, la más apreciada y la que más fama le ha dado al pueblo es la vid. Bajando hacia el Naciente, los campos de Salvatierra se visten de viñas y cuando el Sol asoma su cresta de gallo tras el horizonte, en las casas de Salvatierra ya le espera el fuego rojo de su vino blanco y la noche espesa de su vino tinto.

Y si el Este de Salvatierra es vino, el Norte es agua. Desde el castillo hacia el Norte se extiende la ubre generosa de los manantiales. Están en esa ladera Los Cañuelos, cuyo nombre indica la abundancia de fuentes. En una cota inferior se encuentra la fuente de Las Mozas, que huele a risas de lavanderas, y, aún más abajo, el Pozo de la Nieve, un monumento singular que si estuviese acondicionado atraería a muchos visitantes.

Es una auténtica desgracia que el Pozo de la Nieve siga deteriorándose sin que las autoridades regionales ni las provinciales ni tampoco las locales hagan algo por salvarlo de la ruina. Unas porque no tienen dinero y otras porque carecen de voluntad.

El Pozo de la Nieve tendría que ser la joya monumental de Salvatierra. No porque sea más importante que el castillo, ni tenga más historia que el convento, ni tampoco más antigüedad que Santa Lucía o el dolmen de Triana, sino porque hay muchos castillos en Extremadura, hay muchísimos conventos, muchas ermitas y muchos dólmenes, pero hay muy pocos, poquísimos, pozos de la nieve en toda España.

Y de los que hay, casi ninguno está tan completo como el de Salvatierra y tiene un acceso tan fácil.

También en la cara Norte de la sierra del castillo, pero ya dentro del pueblo, está el pilar de La Zarza, cuyo chorro sacia a personas y a ganados, a pesar de que las sucesivas corporaciones municipales, para lavarse las manos ante cualquier indigestión, se obstinen en afirmar que el agua de La Zarza no es potable, sin prohibir que se beba.

Y, si continuamos bajando hacia el Norte, veremos la fuente de la Herrumbrosa, cuyas aguas siguen tomándose como remedio medicinal, nos acercaremos a los molinos que convertían el trigo en harina, y pasaremos por los baños de arriba y los de abajo, interesantísima demostración de que Salvatierra tuvo un balneario y mantiene lo esencial para volver a tenerlo: el agua.

¿Qué le falta para recuperarlo? Varias cosas. En primer lugar, iniciativa empresarial. Alguien que vea un negocio en las aguas de los baños. Y, en segundo lugar, vías de acceso. Son dos carencias íntimamente ligadas.

No es admisible que Salvatierra siga teniendo tan malos caminos. Ya sé que estamos en una sierra. Ya sé que llevamos años sumidos en una crisis económica brutal. Pero sé también que el desarrollo de los pueblos exige infraestructuras y que un campo sin vías de acceso es un negocio en vías de extinción.

La falta de caminos impide, además, la expansión del turismo rural, que tiene una importancia creciente, hasta el punto de ser un suplemento, cuando no un sustitutivo, de la actividad agraria tradicional.

La carencia de infraestructuras agrarias no sólo está dificultando el progreso de una parte importante de la población salvaterreña, sino que hipoteca el futuro de los jóvenes. Se dice a menudo que la juventud no quiere campo. Lo que no se suele decir es que el campo se empeña en ponerle dificultades a una juventud que se ha criado en las facilidades y que encuentra más salidas y satisfacciones en cualquier otra actividad laboral.

No entiendan ustedes estas palabras como una crítica a la Corporación municipal actual, que sólo lleva unos días en el cargo y aún debe estar tomando tierra. Tampoco carguen mis palabras exclusivamente sobre las espaldas de las corporaciones anteriores, fueran de izquierdas, de derechas o mediopensionistas.

La responsabilidad está muy repartida y, si me apuran, tienen menos culpa del mal estado de los caminos las autoridades que no los arreglan, que aquellos usuarios y propietarios que se desentienden de los portillos que se abren en los cercados y riegan de piedras los caminos, deteriorando las vías de acceso ante la desidia general.

Es una falta de compromiso y de colaboración que me disgusta. Cuando vine por primera vez a Salvatierra me encantó que en el pueblo no hubiese casino, que para mí era un monumento a la desigualdad social. En mi pueblo sí había y sigue habiendo casino. Había gente que era del casino y otras gentes que no podíamos ser del casino. El Salvatierra, no.

En Salvatierra había gente del campo y gente de la alfarería, además de gente del comercio y personas ocupadas en otros menesteres. Con muchas diferencias laborales entre sí, pero sin aparentes brechas sociales. Me pareció una sociedad muy homogénea. Luego empecé a darme cuenta de que la homogeneidad no incluía la virtud de la cohesión. Que cada alfarero pedaleaba por libre, que se creó una cooperativa de artesanos y fracasó. Y que prácticamente lo mismo pasaba entre la gente del campo.

En mi opinión, esa falta de colaboración, impide aprovechar todas las posibilidades que tiene Salvatierra, tanto en el campo como en la alfarería y en otras actividades. Y creo que eso nos perjudica a todos.

Si hay algo que siempre ha abundado en Salvatierra ha sido la valentía y el espíritu emprendedor. Durante algunos años creí que eran virtudes profundamente arraigadas en la forma de ser de los salvaterreños y que por eso había arrieros que montaban sus burros en el tren y se iban al fin del mundo a vender cacharros; o empresarios del campo que lo mismo abastecían de caballerías a los mataderos de Barcelona, que le adelantaban dinero a los parreños para que pudieran cultivar la cebada que ya les habían comprado antes de segarla; o familias que se fueron a Madrid y se abrieron camino vendiendo fruta.

Creo que buena parte de esa capacidad de arriesgar y de ese espíritu emprendedor está adormecido. Seguramente porque las circunstancias han cambiado y ya no es necesario irse a Francia a pregonar botijos para poder vivir, o ponerse en una calle madrileña a vender fruta, confiando en que no aparezcan los municipales, o arriesgarse a comprarle la cosecha de cebada a los parreños incluso antes de que la hayan sembrado.

Seguramente también hay valientes y emprendedores cuya actividad yo desconozco; e incluso es posible que ahora mismo esté siendo injusto con otras personas a las que sí conozco y de cuya actividad empresarial, por ejemplo en el mundo del vino, sí tengo noticias y cuya iniciativa no estoy alabando como se merecen. Personas que hacen lo que siempre se ha hecho y mantienen el negocio o que, incluso, intentan abrirse mercados muy lejos de Salvatierra y hasta consiguen premios importantes, como ha ocurrido recientemente en Francia con el vino de la Viña del Boticario.

No intento aquilatar los méritos de personas tomadas de una en una, ni tampoco de oficios, gremios o actividades. Mi intención es poner de relieve y resaltar que cuando la situación económica, política y social era mucho peor que ahora, en Salvatierra hubo personas valientes y emprendedoras que supieron hacer frente a las dificultades y darle la vuelta a su realidad. Sinceramente creo que ahora hay más facilidades para buscarse la vida de las que hubo nunca en tiempos de crisis.

Otra cosa es que haya tanta necesidad de buscársela lejos de casa, como ocurría entonces. Seguramente la auténtica valentía no esté en irse de Salvatierra, sino en quedarse criando cochinos, haciendo cacharros o buscándose la vida a través de mil vericuetos.

Creo que la situación ha cambiado más, y para mejor, de lo que ha cambiado la gente. Porque mantengo la certeza de que en Salvatierra sigue habiendo mucha buena gente.

Tengo la suerte de contar con la amistad de muchas de esas personas. Esa es otra de las razones que me hacen volver una y otra vez a este pueblo con el que sueño, disfruto, aprendo y vivo.

Un pueblo que luce merecidamente y con orgullo su apellido De los Barros, aunque también podría haberse llamado Salvatierra de los Vinos, o Salvatierra del Agua o incluso Salvatierra del Ibérico, pues además del barro origen del arte alfarero que ha hecho famoso a este municipio, el campo salvaterreño también es generoso en vino, en agua y en bellotas.

No quiero terminar mi pregón sin mencionar a dos personas de Salvatierra que, cada una a su manera, me han enseñado mucho. Podría citar a bastantes más, pero elijo a estas dos como referentes de dos mundos y dos estilos que considero casi antagónicos.

Una de esas personas se llamó Luciano Nogales González, Luciano ‘Cofata’, el gran alfarero que me enseñó el placer de innovar por el mero placer de hacer lo mismo de otra forma. Él lo llamaba ‘implicar’ el barro.

La otra persona fue Valentín Benítez Merchán, mi suegro, que fue ganadero, corredor y agente de banca, entre otros oficios, de quien aprendí que se pueden hacer cosas muy diferentes sin dejar nunca de hacer lo mismo.

Luciano fue un artista y Valentín un empresario. Estoy seguro de que en Salvatierra hay muchas personas como ellos dos y creo firmemente que la gente joven de este pueblo tiene la preparación, la valentía y el amor propio suficiente para que ni la alfarería ni la ganadería ni tampoco la viticultura desaparezcan nunca de Salvatierra de los Barros. Este pueblo seguirá siendo un buen lugar para vivir mientras siga habiendo agua en los caños de sus fuentes. Desde la Romana a la Herrembrosa y desde el pilar de La Zarza al de las Cogutas, que, lamentablemente, ya hace tiempo que dejó de cantar su chorro.

Sobre la buena imagen de un pueblo dicen más las fuentes que las propias calles.

Es todo lo que yo pretendía decirles esta noche.

Les deseo que pasen ustedes muy buena feria.

Muchas gracias por darme posada. Se lo agradezco especialmente a Luciano, a Frasco de Vera y a Ignacio Guillén. Y gracias a todos ustedes por darme afecto.

José Joaquín Rodríguez Lara

Salvatierra de los Barros, 30 de julio del 2015.

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