domingo, 19 de abril de 2015

Cerdos de flor en flor


José Joaquín Rodríguez Lara


Es inútil 'darle margaritas a los cerdos'. Cada vez se utiliza menos esta expresión, que tiene su origen documental nada más y nada menos que en San Mateo, pero aún no se ha olvidado. A veces, en vez de margaritas, lo que se desaconseja es echarles perlas a los marranos. Viene a ser lo mismo. No sólo por la intención del dicho, sino porque para la Real Academia Española de la Lengua, además de una planta y de la flor de esa planta -me quiere, no me quiere-, la margarita es una perla, "la perla de los moluscos". Si no me cree, puede cerciorarse usted en el diccionario.


Pues sea una flor o sea una perla, la tradición considera inútil de toda inutilidad echarle margaritas a los cerdos. Y está muy claro el porqué: se supone que los cerdos no aprecian las margaritas. Es lo que creía San Mateo y lo que cree todo el mundo. Yo también lo creía. Lo he creído hasta que los propios cerdos me han convencido de lo contrario. En una dehesa extremeña, Almamed, en el corazón de un encinar y alcornocal, he visto a los cerdos comer margaritas. Margaritas de pétalos, no de nácar. Margaritas de campo, margaritas de oro y nata, esas margaritas con las que la dehesa se desabotona la primavera y proclama la amorosa frondosidad de sus intenciones.


Quienes no conocen Extremadura (Unión Europea), por la parte baja del mapa, la imaginan seca y áspera como una sábana de esparto. Pero Extremadura tiene primaveras suaves, dulces, tiernas, verdes, floridas y llenas de vida.


Más que una estación meteorológica, la primavera extremeña es un acto sexual. Por su intensidad, por su lujuria, por su brevedad. En Extremadura, la primavera estalla como la pólvora, se apodera de los sentidos -de la vista, del tacto, del olfato, del oído, del gusto, del sentido poético y hasta del sentido común-, y se agosta en quince días. Todo lo más, en un mes. Muy poco si se la compara con su primo el verano y con su abuelo el invierno, a los que no es nada fácil echar de casa.


Un mes de estación primaveral es una miseria, incluso para Extremadura, pero como acto sexual es mucho más que un rato de lujuria.


Pues en esta primavera extremeña, intensa, lujuriosa y breve, he visto a los cerdos comer margaritas. Y no comerlas de modo casual, como quien se traga un grano de pimienta negra en un bocadillo de salchichón, sino de forma intencionada. Pero lo más sorprendente es que esos mismos cerdos, ibéricos, criados libres en la dehesa desde el destete, también comían las flores blancas del jogarzo. (Para el vulgo y para los académicos, jaguarzo.)


Y no las comían tampoco por error, ni por estar mezcladas con la hierba. No señor. Estos cerdos buscaban las flores, las tomaban de una en una, excluyendo en cada uno de sus bocados las verdes hojas del jogarzo. No pastaban flores, las ramoneaban con una delicadeza que ya quisieran para sí las cabras, el ganado más escrupuloso a la hora de elegir su alimento.


Cuando se habla de la calidad del jamón y de la chacina se acostumbra a mencionar la raza del cerdo. Todo el mundo sabe que no hay mejores perniles que los de cerdo ibérico. Se cita también la enorme importancia que tiene el hecho de que el cerdo se haya alimentado con bellotas
, en la montanera, durante los dos meses anteriores a su sacrificio. Sin embargo, no se suele mencionar el papel tan destacado que en la crianza y el engorde del cerdo ibérico de bellota tiene la hierba. Tanto la hierba de primavera como la del otoño, que le aporta a la carne de cerdo ibérico extremeño parte de su extraordinaria sapidez. Después de verlos comer flores entre las encinas y alcornoques de Almamed, empiezo a sospechar que la peana del santo jamón se sostiene sobre varios pilares: la raza porcina ibérica, la bellota y la primavera.


Y aún me queda una cuarta columna, en la que tampoco se suele reparar mucho: la dehesa, el campo, con su hierba, sus margaritas, sus moluscos, sus jogarzos, su belleza sobrecogedora y, sobre todo y por encima de todo, su espacio, su libertad perimetrada con paredes de piedra seca puestas en pie por los hombres que, en un parto de milenios, alumbraron a la dehesa extremeña.


Para que un jamón sea un tesoro de sabor, no sólo debe ser de cerdo ibérico, no basta con que el cerdo tenga en el comedero bellotas o un pienso que imite los ácidos grados de la bellota. Además, tiene que andar libremente, ejercitarse buscando la comida, correr y bufar si se espanta, bañarse en la charca, comer hierba, tanto en la primavera como en el otoño y, lo más importante, regalarse el paladar con flores. Sean de margarita o de jogarzos, pero flores silvestres, vivas, tomadas directamente de la planta, flores tan naturales como el propio cerdo. Y todo esto sólo es posible si el cerdo campa a sus anchas en la dehesa.

 

Porque los cerdos negros que viven en las dehesas extremeñas, de andar cabizbajo como filósofos meditabundos, sí aprecian las margaritas y otras flores. Yo acabo de verlo y doy fe de ello.


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