domingo, 1 de marzo de 2015


Y ahora, ¡a cuidarse!


José Joaquín Rodríguez Lara

El abuelo sólo era un muchacho. Su hermano mayor le llevaba veinte años. Tenía sobrinos que eran mayores que él. Y más fuertes. Pero él era el tito. El tito chico. Me lo han dicho.


Su madre murió en el parto y se crió bajo las faldas de su abuela, de sus hermanas mayores y de una cuñada. “Todos en torno al mismo puchero”, dice mi madre.


Pero el abuelo “era agostizo. No tuvo buena teta”. Así que era, con diferencia, el más endeble de los hermanos. Algo que nunca le eximió del trabajo. El abuelo cuidaba los guarros.


Aquel día no se presentó a la hora de la comida, pero a nadie le pareció raro. Las cochinas “estaban pariendo” y, como todos los días, él se había llevado “el tarro con las sobras del cocido”. Pero cayó la tarde “y no había dado la cara”, así que la matriarca, algo preocupada, le ordenó a dos de los sobrinos que fueran a buscarle.


Al abuelo se lo encontraron “tirado en una cochinera”, sin fuerza, casi a merced de las guarras que hociqueaban la cancilla para entrar y darle de mamar a sus camadas.


Los sobrinos arreglaron al ganado, subieron al tito chico a la burra y lo llevaron a casa. La abuela se puso las manos en la cabeza y “se cubrió las canas y el moño con el pañuelo negro”. Las titas lo descalzaron y, a medio vestir, lo metieron “en el catre de la alcoba”. ¿Qué te pasa, niño?, le preguntarían.


Que no tenía fuerzas para estar en pie. Eso le pasaba al niño. “Se había ‘abarrancao’”. Por fin se avisó al médico. “Don Ángel llegó con su sombrero y su maletín. Le puso las gomas”. Lo reconoció de arriba abajo “a la luz de la palmatoria”. Y no halló razones para tanta debilidad. “Astenia la llamó él, pero, vamos, que era una flojera”.


“Bueno, el mozo no tiene nada grave. Si acaso un poco de astenia. Necesita reposo, tranquilidad y vida sana. Que se olvide del campo por unos días y, ahora, a cuidarse”.


El médico se fue como había venido. Ni siquiera “le recetó bicarbonato” al abuelo. Eso sí, a falta de recetas sacó el recetario. El de cocina. Por prescripción facultativa, el abuelo se metía “entre pecho y espalda”, nada más despertarse, “un huevo batido con vino”. El huevo era fresco, del corral, y el vino “de la tinaja”, pero como el abuelo seguía encamado, la abuela -la suya-, pensó que tal vez el tinto corriente no era suficiente remedio y, tras “aconsejarse con el cura”, empezó a batir los huevos con vino de misa, “que algo tendrá el agua cuando la bendicen”. Al abuelo le costó acostumbrarse al sabor de aquel vino añejo, a veces algo rancio, que usaba el cura en la misa, pero luego “se le hizo la boca a lo sacro y hubo que ponerle la damajuana de a cuarto junto al orinal”. No quería vino sin cristianar. Su “agua bendita” lo llamaba él.


Así que el abuelo se despertaba con huevos batidos con vino de consagrar, echaba una cabezada después de haberse tomado un “caldo de gallina vieja”, merendaba, sin salir de la cama, con “lo mejor del puchero”, le despertaban de la siesta con “un cacho de pan migado en café” y concluía su jornada de recuperación con “algo de la matanza, un par de huevos fritos, con su aceite y su vera de pan, o una tortilla de papas, cuando no cenaba un escabeche de peces de huerta” o algo igualmente ligero.


El pescado casi no lo probó el abuelo durante su convalecencia, pues al pueblo sólo llegaba algo de “cazón, pocas sardinas y algunos jureles” que, por ser pescado azul, estaban fuera de la dieta. Sólo en ocasiones muy contadas las mujeres encontraban en la plaza un “rabo de pescada” y el abuelo cenaba pescadilla frita, “y se la comía con la navaja”, o guisada y entonces pedía la cuchara.


Tanto se prolongó la convalecencia del abuelo Demetrio que el gallinero comenzó a despoblarse, las palomas empezaron a peligrar y pocos conejos llegaban al segundo mes de vida. Hasta hubo que comprar jamón para recuperar al convaleciente. “Jamón de pobre, pues es bien sabido que cuando el pobre come jamón, o está malo el pobre o está malo el jamón”. En este caso estaba malo el abuelo, pues el jamón estaba buenísimo, según sus sobrinos. Y el vino de misa también.


Se acabaron los huevos de corral y hubo que comprarlos en la calle. Se terminaron las gallinas y los calditos empezaron a ser de pichón, primero, y de palomo, después, hasta que en la cuadra sólo quedó una paloma viuda y los “huesos del jamón” se deshicieron en el puchero a fuerza de hacer caldos.


La flojera del abuelo acabó con todo menos con el abuelo que, a base de “vino de misa con lo que cayese”, no sólo se repuso, sino que hasta engordó y crió ganas de comerse el mundo. Por eso lo puedo contar yo ahora. El abuelo sanó, le pidió relaciones a la abuela, nació la tía Encarna, después el tito Deme, luego mi madre y, con los años, vino al mundo mi hermana y finalmente yo.


Mi madre dice que soy igualito al abuelo. No sé si tiene razón, porque yo no le conocí y las fotos que he visto de él no me dicen nada. Pero alguna diferencia debe haber entre el abuelo y yo, porque a mí no me dejan beber vino de misa. Y tampoco me despiertan con huevos batidos.


El día que me caí en el instituto me llevaron a urgencias en la ambulancia. Yo creo que no habría una burra en cien kilómetros a la redonda. En urgencias me hicieron de todo, con gomas y sin gomas, y el médico nos mandó a la farmacia con media docena de recetas en el bolsillo. A la misma hora que al abuelo le daban un caldito de gallina, a mí me dan una pastilla con agua. Si quiero un caldo tiene que ser de gallina blanca, de tetrabrik. Yo como bastante más pescado que carne, y más azul que de cualquier otro color. No sé a qué sabe “el rabo de pescada” frita. Y no es que no me dejen comer en la cama, es que casi no me dejan dormir.


“Levántate, hijo, que ahora tienes que cuidarte. Así que, a moverse”. ¿Qué me mueva, mamá? Pero si no paro. “Lo que no paras es de jugar con el ordenador”. Si ya juego muy poquino, mamá. Si me voy a quedar manco. “¿Manco? ¿Cómo tu abuelo? No digas eso hijo mío. Dios no lo permita.” Gracias, mamá. Si yo sé que estás muy orgullosa de que yo sea un pros, pero como no coja más el ordenador me voy a convertir en un manco. “Mira, Demetrio, no me líes.” Que es verdad lo que te digo, mamá. Y como me quede manco nadie querrá jugar conmigo. Te lo aviso, ¿he? “Bueno, cómete la fruta. Y aquí tienes el jamón.” Gracias, mamá.


Sí en algo nos parecemos mi abuelo Demetrio y yo es en el jamón. Desde que me puse malo como todo el jamón de york que quiero. Como el abuelo. Está buenísimo.



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