Farina
José Joaquín Rodríguez Lara
Fueron tres pollos. Los últimos del verano. Llovió mucho al final de la primavera y hasta hizo un frío que Nicasio no recordaba haber sentido otros años. Tal vez por ello las perdices habían criado tan mal y se veían tan pocos bandos y tan mermados. Pero a Nicasio y a su primo, El Chery, les podía la afición y en vez de echarse la siesta a la sombra de una encina, recostando la cabeza en la gorra, sobre algún terrón, se iban cada día al turrutero de la charca, con el sol en lo más alto, a esperar a las perdices.
Las veían llegar, desconfiadas, apeonando entre los pajones del rastrojo, y ellos se aplastaban un poco más contra el muro ardiente de la charca, como dos trozos de pestorejo echados a asar en el rescoldo de una lumbre. Nunca hablaban mientras estaban agarbados, a la espera, pero al ver a las perdices, ni hablaban ni respiraban ni pestañeaban ni tampoco les latía el corazón. Vivían con los ojos y los sesos y la sangre y toda su existencia puesta en el bando.
Entró primero el macho. Se acercó al agua y no bebió. Durante unos instantes giró la cabeza buscando en lo alto la negra silueta del milano. Por fin se echó un trago y, enseguida, volvió a escudriñar los cielos. Luego entró la hembra, que se fue derecha al agua, a saciar su sed. Detrás de ella llegaron los pollos. Tres. ¿Sólo tres? Sólo tres. El año había sido muy malo para la perdiz.
Al Chery le daba botes el corazón dentro del pecho, como un pájaro recién enjaulado. Ya iba a saltar sobre el bando, pero Nicasio lo aplacó a dentelladas, con los ojos, obligándole a deslizarse hacia atrás, como un lagarto negro, para que los pájaros no le viesen antes de tiempo. Había que dejar que los pollos bebiesen, que saciasen su sed, que llenaran el buche con el sopicaldo caliente de la charca, mezcla de agua, barro y renacuajos.
Todo iba bien. El macho se había tranquilizado y hasta se remojó las plumas de la pechera en los destellos y vaivenes de la charca. Cuando el bando tenía los buches completamente llenos de agua, Nicasio saltó como un gato y corrió hacia las perdices. El Chery fue tras él.
Se lanzaron sobre los pájaros con la bravura de dos leones. Inmediatamente, el perdigón y la perdiz levantaron pesadamente el vuelo con fuertes aletazos y los tres pollos se escurrieron entre las cañas del trigo decapitado por las hoces.
"¡Ahí va, ahí va!", grito Nicasio, y su primo se tiró de barriga sobre uno de los pollos, pero no lo agarró.
Cuando El Chery se puso en pie vio que el Nica corría ya por el rastrojo detrás de otro pájaro. Le costó mucho alcanzarlo, pero lo atrapó. Nicasio sabía que el animal no podía ir muy lejos con el buche lleno de agua y que todo consistía en no perderle de vista y en aguantarle la carrera, pues aún no tenía plumas de vuelo y toda su capacidad de huida estaba en las patas.
Con el pollo firmemente sujeto entre las manos, Nicasio regresó junto a su primo que buscaba bajo el pasto a los dos pájaros desaparecidos.
-Qué, ¿ya cogiste el tuyo, primo?
-Tiene que estar aquí mismo, Nicasio, pero no veo al beduino.
-Agarra tú a este que voy a abrocharme la blusa. Vamos a quedarnos quietos, a ver si se mueven.
El Chery se hizo cargo del pollo, que le picoteaba las manos tratando de liberarse de aquella jaula de carne con uñas. Nicasio deshizo las roscas de tela que recogían los puños de la camisa en la parte alta de sus brazos y se dio cuenta entonces de que sangraba, pues al lanzarse sobre el pollo le habían heridos los colmillos afilados del rastrojo. "Gajes del oficio", se dijo resignado. Se preocupó más de comprobar si los pajones le habían abierto alguna brecha en la blusa o en los pantalones de pana, pero todos los jirones estaban zurcidos y eso le tranquilizó. Con la blusa fuertemente sujeta bajo los calzones, por la correa del cinturón, y bien abrochada, tanto en los puños como en el pecho, Nicasio recogió el pollo que sostenía su primo, se lo metió bajo la blusa y terminó de abotonársela hasta el cuello, para que el animal no pudiese escapar y él tuviese las dos manos libres.
A unos metros de distancia, la collera de perdices empezó a llamar a sus hijos señalándoles su posición para tratar de reunirlos. El pollo empezó a moverse bajo la blusa, clavándole las uñas en la barriga, y hasta pio respondiéndole a sus padres.
"Mira, Chery, ya canta. Este va a ser bueno", dijo Nicasio, sin dejar de mirar hacia el suelo, esperando que se moviera alguno de los dos pollos desaparecidos, que forzosamente tenían que estar no lejos de allí. Pasaron los minutos y no ocurrió nada, salvo que la collera llamaba cada vez con más intensidad y desde más cerca. Buena señal. Los pollos seguían en los alrededores de la charca. O tal vez no. Tal vez estaban ya con sus padres que redoblaban sus llamadas empeñados ahora en rescatar al vástago encerrado en la blusa.
"¡Ahí va!", gritó Nicasio, que sólo tenía ojos para las perdices. "¡Ahí va!". El Chery corrió detrás del segundo pollo, pero se le volvió a escapar. Desalentado regresaba junto a su primo, cuando pisó en blando y algo se le escurrió bajo el pie de apoyo.
-¡El pollo, corre, que es el pollo!, le arengó Nicasio.
Y el pollo era, el tercer pollo. Esta vez no se le escapó, pues al pisarlo, sin querer, le rompió una pata y el pobre animal sólo pudo arrastrarse un par de metros por la rastrojera.
-Ya tienes tu perdigón, Chery.
-Sí, pero no sé yo si saldrá adelante. Mira, primo, tiene la pata rota.
-A ver, déjame verlo.
Allí mismo lo curaron. Nicasio cortó un pajón, abrió la caña con la punta de la navaja y le entablilló la pata al animal, sujetándole la férula de trigo con un hilo que él mismo le sacó al Chery de los bajos de blusa.
"Este la palma", decía el Chery contemplando el decaimiento de su pollo. Tan apesadumbrado lo vio que, cuando llegaron a la encina en la que habían dejado las hoces, el tarro de la pringue y las talegas, Nicasio no lo dudó.
-Pues a mí me gusta tu pollo, primo. Te lo cambio por el mío.
No se hable más. Se entrecruzaron los animales antes de guardarlos en las respectivas talegas y no hubo más cruces de palabras sobre el trato.
El pollo cojo recuperó la salud, pero no los andares. Nicasio llegó a pensar que tendría que cortarle la pata, pero no fue necesario. Con algo más de dificultad que su hermano, el pollo emplumó y echó espolones de macho. Cada vez que El Chery lo veía se sorprendía un poco más de la generosidad que había tenido su primo, pues su pollo era más corpulento y vivaz que el cojo. Pero el cojo tenía algo. Algo que lo hacía diferente y que no era su pata tuerta. Cuchicheaba cuando sentía cerca a Nicasio, empezó a cantar muy pronto, le respondía al campo desde el jaulón... Nicasio tenía tres perdigones más. Toribio, el más veterano de los tres, era muy bueno, pero el cojo… El Cojo era especial. El Cojo era un artista.
Cuando Nicasio lo encerró por primera vez en la jaula redonda, El Cojo se sintió como en su casa; ni intentó escapar, ni dio saltos. Sólo piñoneó. Nicasio lo miró incrédulo y le premió con unas hojas de cerraja. El día que Nicasio cubrió la jaula del Cojo con la sayuela, se lo cargó a la espalda y lo sacó al campo para examinar al aprendiz de reclamo, El Cojo se doctoró. Sobre la horcaja del postero, aquel estudiante de primer curso de reclamo se comportó como un catedrático emérito. Nicasio volvió al chozo con tres machos: uno que seguía retando a la vida desde la jaula cubierta por la sayuela y otros dos abatidos a conciencia.
Fue la primera, pero no la última, gran tarde del Cojo. Salir con él a la plaza era toda una garantía de que la percha no se quedaría vacía. El Cojo cantaba en el jaulón, pero se crecía en el postero desde el que retaba al campo con una bravura, con una firmeza y con una habilidad que Nicasio no había visto antes en ninguno de los muchos reclamos de perdiz que había tenido. Tal fue la impresión que El Cojo le causó a su dueño, que Nicasio no sólo le adjudicó la jaula de mimbre que por sus méritos ocupaba el viejo Toribio, sino que le cambió las cuerdas del suelo y hasta la pintó de verde para que, además de una mudanza, pareciese un estreno.
Fue la primera, pero no la última, gran tarde del Cojo. Salir con él a la plaza era toda una garantía de que la percha no se quedaría vacía. El Cojo cantaba en el jaulón, pero se crecía en el postero desde el que retaba al campo con una bravura, con una firmeza y con una habilidad que Nicasio no había visto antes en ninguno de los muchos reclamos de perdiz que había tenido. Tal fue la impresión que El Cojo le causó a su dueño, que Nicasio no sólo le adjudicó la jaula de mimbre que por sus méritos ocupaba el viejo Toribio, sino que le cambió las cuerdas del suelo y hasta la pintó de verde para que, además de una mudanza, pareciese un estreno.
Lo he leído de un tirón, disfrutando cada párrafo. No entiendo de perdices, pero el relato me ha parecido una delicia, en el fondo y en la forma. Mi enhorabuena, maestro.
ResponderEliminarMuchas gracias, Maribel. Las palabras son guitarras y, a veces, en contadas ocasiones, aciertas a pulsar la cuerda. Tú lo sabes bien.Un abrazo.
EliminarTu vocabulario me ha hecho reverdecer palabras olvidadas con el tiempo. Gracias por ello y por todo lo bien que narras cada una de tus historias y vivencias que nos hacen sentirnos un poco más jovenes y felices. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Paco. Las palabras forman parte de nuestras vidas. Nos corren por las venas y nos mantienen en pie. Procuro tratarlas con cariño.
EliminarTu vocabulario me ha hecho reverdecer palabras olvidadas con el tiempo. Gracias por ello y por todo lo bien que narras cada una de tus historias y vivencias que nos hacen sentirnos un poco más jovenes y felices. Un abrazo.
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