jueves, 26 de febrero de 2015


Farina

José Joaquín Rodríguez Lara


Fueron tres pollos. Los últimos del verano. Llovió mucho al final de la primavera y hasta hizo un frío que Nicasio no recordaba haber sentido otros años. Tal vez por ello las perdices habían criado tan mal y se veían tan pocos bandos y tan mermados. Pero a Nicasio y a su primo, El Chery, les podía la afición y en vez de echarse la siesta a la sombra de una encina, recostando la cabeza en la gorra, sobre algún terrón, se iban cada día al turrutero de la charca, con el sol en lo más alto, a esperar a las perdices.

Las veían llegar, desconfiadas, apeonando entre los pajones del rastrojo, y ellos se aplastaban un poco más contra el muro ardiente de la charca, como dos trozos de pestorejo echados a asar en el rescoldo de una lumbre. Nunca hablaban mientras estaban agarbados, a la espera, pero al ver a las perdices, ni hablaban ni respiraban ni pestañeaban ni tampoco les latía el corazón. Vivían con los ojos y los sesos y la sangre y toda su existencia puesta en el bando.

Entró primero el macho. Se acercó al agua y no bebió. Durante unos instantes giró la cabeza buscando en lo alto la negra silueta del milano. Por fin se echó un trago y, enseguida, volvió a escudriñar los cielos. Luego entró la hembra, que se fue derecha al agua, a saciar su sed. Detrás de ella llegaron los pollos. Tres. ¿Sólo tres? Sólo tres. El año había sido muy malo para la perdiz.

Al Chery le daba botes el corazón dentro del pecho, como un pájaro recién enjaulado. Ya iba a saltar sobre el bando, pero Nicasio lo aplacó a dentelladas, con los ojos, obligándole a deslizarse hacia atrás, como un lagarto negro, para que los pájaros no le viesen antes de tiempo. Había que dejar que los pollos bebiesen, que saciasen su sed, que llenaran el buche con el sopicaldo caliente de la charca, mezcla de agua, barro y renacuajos.

Todo iba bien. El macho se había tranquilizado y hasta se remojó las plumas de la pechera en los destellos y vaivenes de la charca. Cuando el bando tenía los buches completamente llenos de agua, Nicasio saltó como un gato y corrió hacia las perdices. El Chery fue tras él.

Se lanzaron sobre los pájaros con la bravura de dos leones. Inmediatamente, el perdigón y la perdiz levantaron pesadamente el vuelo con fuertes aletazos y los tres pollos se escurrieron entre las cañas del trigo decapitado por las hoces.

"¡Ahí va, ahí va!", grito Nicasio, y su primo se tiró de barriga sobre uno de los pollos, pero no lo agarró.

Cuando El Chery se puso en pie vio que el Nica corría ya por el rastrojo detrás de otro pájaro. Le costó mucho alcanzarlo, pero lo atrapó. Nicasio sabía que el animal no podía ir muy lejos con el buche lleno de agua y que todo consistía en no perderle de vista y en aguantarle la carrera, pues aún no tenía plumas de vuelo y toda su capacidad de huida estaba en las patas.

Con el pollo firmemente sujeto entre las manos, Nicasio regresó junto a su primo que buscaba bajo el pasto a los dos pájaros desaparecidos.

-Qué, ¿ya cogiste el tuyo, primo?
-Tiene que estar aquí mismo, Nicasio, pero no veo al beduino.
-Agarra tú a este que voy a abrocharme la blusa. Vamos a quedarnos quietos, a ver si se mueven.

El Chery se hizo cargo del pollo, que le picoteaba las manos tratando de liberarse de aquella jaula de carne con uñas. Nicasio deshizo las roscas de tela que recogían los puños de la camisa en la parte alta de sus brazos y se dio cuenta entonces de que sangraba, pues al lanzarse sobre el pollo le habían heridos los colmillos afilados del rastrojo. "Gajes del oficio", se dijo resignado. Se preocupó más de comprobar si los pajones le habían abierto alguna brecha en la blusa o en los pantalones de pana, pero todos los jirones estaban zurcidos y eso le tranquilizó. Con la blusa fuertemente sujeta bajo los calzones, por la correa del cinturón, y bien abrochada, tanto en los puños como en el pecho, Nicasio recogió el pollo que sostenía su primo, se lo metió bajo la blusa y terminó de abotonársela hasta el cuello, para que el animal no pudiese escapar y él tuviese las dos manos libres.

A unos metros de distancia, la collera de perdices empezó a llamar a sus hijos señalándoles su posición para tratar de reunirlos. El pollo empezó a moverse bajo la blusa, clavándole las uñas en la barriga, y hasta pio respondiéndole a sus padres.

"Mira, Chery, ya canta. Este va a ser bueno", dijo Nicasio, sin dejar de mirar hacia el suelo, esperando que se moviera alguno de los dos pollos desaparecidos, que forzosamente tenían que estar no lejos de allí. Pasaron los minutos y no ocurrió nada, salvo que la collera llamaba cada vez con más intensidad y desde más cerca. Buena señal. Los pollos seguían en los alrededores de la charca. O tal vez no. Tal vez estaban ya con sus padres que redoblaban sus llamadas empeñados ahora en rescatar al vástago encerrado en la blusa.

"¡Ahí va!", gritó Nicasio, que sólo tenía ojos para las perdices. "¡Ahí va!". El Chery corrió detrás del segundo pollo, pero se le volvió a escapar. Desalentado regresaba junto a su primo, cuando pisó en blando y algo se le escurrió bajo el pie de apoyo.

-¡El pollo, corre, que es el pollo!, le arengó Nicasio.

Y el pollo era, el tercer pollo. Esta vez no se le escapó, pues al pisarlo, sin querer, le rompió una pata y el pobre animal sólo pudo arrastrarse un par de metros por la rastrojera.

-Ya tienes tu perdigón, Chery.
-Sí, pero no sé yo si saldrá adelante. Mira, primo, tiene la pata rota.
-A ver, déjame verlo.

Allí mismo lo curaron. Nicasio cortó un pajón, abrió la caña con la punta de la navaja y le entablilló la pata al animal, sujetándole la férula de trigo con un hilo que él mismo le sacó al Chery de los bajos de blusa.

"Este la palma", decía el Chery contemplando el decaimiento de su pollo. Tan apesadumbrado lo vio que, cuando llegaron a la encina en la que habían dejado las hoces, el tarro de la pringue y las talegas, Nicasio no lo dudó.

-Pues a mí me gusta tu pollo, primo. Te lo cambio por el mío.

No se hable más. Se entrecruzaron los animales antes de guardarlos en las respectivas talegas y no hubo más cruces de palabras sobre el trato.

El pollo cojo recuperó la salud, pero no los andares. Nicasio llegó a pensar que tendría que cortarle la pata, pero no fue necesario. Con algo más de dificultad que su hermano, el pollo emplumó y echó espolones de macho. Cada vez que El Chery lo veía se sorprendía un poco más de la generosidad que había tenido su primo, pues su pollo era más corpulento y vivaz que el cojo. Pero el cojo tenía algo. Algo que lo hacía diferente y que no era su pata tuerta. Cuchicheaba cuando sentía cerca a Nicasio, empezó a cantar muy pronto, le respondía al campo desde el jaulón... Nicasio tenía tres perdigones más. Toribio, el más veterano de los tres, era muy bueno, pero el cojo… El Cojo era especial. El Cojo era un artista.

Cuando Nicasio lo encerró por primera vez en la jaula redonda, El Cojo se sintió como en su casa; ni intentó escapar, ni dio saltos. Sólo piñoneó. Nicasio lo miró incrédulo y le premió con unas hojas de cerraja. El día que Nicasio cubrió la jaula del Cojo con la sayuela, se lo cargó a la espalda y lo sacó al campo para examinar al aprendiz de reclamo, El Cojo se doctoró. Sobre la horcaja del postero, aquel estudiante de primer curso de reclamo se comportó como un catedrático emérito. Nicasio volvió al chozo con tres machos: uno que seguía retando a la vida desde la jaula cubierta por la sayuela y otros dos abatidos a conciencia.

Fue la primera, pero no la última, gran tarde del Cojo. Salir con él a la plaza era toda una garantía de que la percha no se quedaría vacía. El Cojo cantaba en el jaulón, pero se crecía en el postero desde el que retaba al campo con una bravura, con una firmeza y con una habilidad que Nicasio no había visto antes en ninguno de los muchos reclamos de perdiz que había tenido. Tal fue la impresión que El Cojo le causó a su dueño, que Nicasio no sólo le adjudicó la jaula de mimbre que por sus méritos ocupaba el viejo Toribio, sino que le cambió las cuerdas del suelo y hasta la pintó de verde para que, además de una mudanza, pareciese un estreno.

Tanta fue la fama que alcanzó aquel pájaro que hasta El Chery presumía de que al Cojo lo había cogido él durante la siesta en el rastrojo de la charca, que fue él quien le puso nombre al pisarle sin querer, que El Cojo fue suyo antes que de nadie y que se lo cambió a Nicasio porque su primo se empeñó y no quiso hacerle un feo, pues él se había criado a los pechos de su tía y el Nica siempre le había ayudado.

Quienes conocían al Chery sonreían al oírle hablar del Cojo de la Charca, y quienes no le conocían, sonreían también. Todo el mundo sabía lo que valía El Cojo, todo el mundo menos Nicasio, su dueño.


-¿Cuánto quieres por el macho?, Nicasio.

-Dime cual te interesa y te digo el precio.

-Cuál va a interesarme, chacho... Este, el cojo.

-Este no es El Cojo, este perdigón se llama Farina, y no está en venta.

-Se llama Farina, pero es el cojo, ¿no?

-Te digo que no está en venta.


Plantas de tabaco fino, cartuchos sin rellenar, todavía precintados en su caja, una escopeta casi nueva, una bestia recién domada, un hato de cabras, arrobas y arrobas y arrobas y más arrobas de vino, una bicicleta, una radio…


-¿Y para qué quiero yo una radio en el chozo?


-Para escuchar flamenco. Aquí ponen mucha música, Nicasio. Todos los 'almediodía' canta Farina.


-¿Farina? A Rafael Farina lo tengo yo en el jaulón y no hay día que no me cante. Canta para mí; para mí sólo canta mi Farina.


La fama de Farina el Cojo traspasó las lindes, corrió de pueblo en pueblo y hubo perdigoneros que llegaron hasta el chozo de Nicasio con zapatos sin hebillas, calzones de pana fina, chaleco con reloj de cadena, pelliza con cuello de piel, sombrero de buen fieltro y la cartera llena de billetes.


-Aquí la tienes, Nicasio. La dejo sobre la mesa. Ábrela. Abre tú mismo mi cartera y coge los verdes. Coge el dinero que quieras, Nicasio. Tú le pones el precio a Farina, pero yo no me voy de aquí sin ese pájaro.


Y no se iban. Había que echarles y cerrar las puertas. La llegada de perdigoneros al chozo de Nicasio se convirtió en un espectáculo. Los muchachos les rodeaban tratando de venderles “un pájaro muy bueno” que tenían en su chozo, “muy bueno, muy bueno” porque era “hermano del Farina”, un perdigón al que ellos también habían cogido “en la charca una siesta” y que hasta era cojo, como el pájaro de Nicasio. Alguno era cojo de verdad, pues todo valía para vender 'un Farina'.


Pero todo era inútil. Ni a los perdigoneros pudientes les interesaba otro reclamo que no fuese Farina, ni Nicasio tenía otro interés que seguir disfrutando de su pájaro. "Rafael no está en venta", decía mientras acariciaba el nombre del catedrático del piñoneo que él mismo había esculpido a punta de navaja en el frontal del jaulón.


Pasaron muchísimos compradores por el chozo de Nicasio, pero ninguno de ellos consiguió meter la mano en la gayola de Farina. Tan solo el gato. Un gato amarillo que apareció un día en el llano de los chozos, un miserable gato sin dueño conocido, un gato arestinoso que se encaramó sobre el jaulón, metió la zarpa por entre los barrotes y le arrancó la cabeza a Farina llevándose en la boca la vida del rey de los aguardos.


Nicasio lloró lo que no lloran los hombres que lloran. La gente que se acercaba al chozo, a darle el pésame, se santiguaba ante el jaulón vacío. Pasó por la finca el corredor de las montaneras y no se santiguó, pero se quitó la mascota, descubriendo su cabeza en señal de respeto.


"¡Qué le vamos a hacer, Nicasio, la vida es así! El gato siempre se come al perdigón que más canta. Ya te lo dije: 'Nicasio, no me hagas ese desprecio, abre la cartera y coge los billetes que nunca se sabe… Mira que me dedico al trato y sé muy bien que los duros hay que agarrarlos al vuelo, porque volando vienen y volando se van, Nicasio'. Pero tú, ni caso. Venga, no le des más vuelta, hombre, y echa otro trago que aún hay picadura en la petaca y vamos a liarnos tres pitillos más por lo menos. ¿Sabes una cosa, Nicasio? Yo hubiese hecho lo mismo que hiciste tú. Los billetes se los lleva el viento, la mucha hambre se entretiene con bellotas y tagarninas, pero hay banquetes que no tienen precio. ¡Cómo cantaba ese cojo! ¡Qué pájaro! Pero venga, Nicasio, hombre, déjalo ya. Abre la petaca y líate otro caldo de gallina, que yo te invito. ¡Qué pájaro, Dios mío, qué pájaro! Y a todo esto, ¿el gato ese de quién es?"


viernes, 13 de febrero de 2015

El búmeran del PSOE


José Joaquín Rodríguez Lara


Iba a ser la crisis del tranvía de Tomás Gómez y se ha convertido en la crisis del cerrajero de Pedro Sánchez. Un cambio que tiene su importancia icónica.

Iba a ser un golpe contra la corrupción. Contra la corrupción no ya demostrada, ni siquiera imputada, presunta o presentida, sino contra la corrupción supuesta, meramente sospechada. Pero se ha quedado en un gran golpe. Y no en un golpe de timón, ni tampoco en un golpe de autoridad. En un golpe autoritario. En un puñetazo sobre la mesa. En un aquí mando yo que suena a un aquí empiezan a mandar otros.

Iba a ser una retirada discreta, un paso atrás de Tomás Gómez, líder de los socialistas madrileños, y se ha convertido en una sentada, en un de aquí no me muevo hasta que venga ‘la pasma’ y me saque a rastras.

Iba a ser el desalojo solapado de un ‘okupa’ y se ha convertido en la exaltación de la víctima de un desahucio, con su cerrajero y su encuesta con canesú incluidos.

Y todo ello a tres meses de unas elecciones que se presentan difíciles para todos, pero especialmente para algunos. Y no en cualquier escenario. Precisamente en Madrid, rompeolas de todas las baronías, capital patria de los tranvías.

El tranvía del PSOE circulando de Parla hacia Madrid por la vía ¿2?, por la ¿3?, por la ¿4?, ¿fuera ya de la vía electoral?, con Sánchez a los mandos, el cerrajero de copiloto y un Ángel Gabilondo, de los Gabilondo de toda la vida, en la recámara, como bulto sospechoso, sin carné, no se sabe si facturado como equipaje o como pasajero.

Pedro Sánchez tira de la cadena y hace sonar el chiflo del tranvía, pero Tomás Gómez, sentado sobre la vía lo tiene claro: “¡Chifla, chifla, que como no te apartes tú, Pedro!”.

Dos hombres (Tomás Gómez y Pedro Sánchez)
 y un tranvía, el de Parla.
(Imagen publicada por La Vanguardia)
Iba a ser la solución de todos los problemas y se ha convertido en un problema que necesita solución. Las elecciones primarias no sólo garantizaban la incorporación definitiva de la militancia a la elección de los elegidos -mediante el peaje de los avales- por el partido, sino que eran el arma arrojadiza con la que los socialistas atacaban a los demás partidos que no elegían a sus candidatos con primarias, democráticamente, como debe ser.

Pero el arma arrojadiza se ha convertido en un búmeran y no ha vuelto a las manos de quien lo lanzó. Le ha golpeado directamente en toda la boca.

¿De qué sirve pregonar la bondad de las primarias si cuando no gusta el resultado de las mismas se saca el dedo y se aprieta el gatillo de la designación digital? ¿Qué podrán decir ahora quienes han sido objeto de críticas, y hasta de burlas, por no hacer primarias? ¿Qué democracia hay en un partido cuyos estatutos le permiten al secretario general y a la Ejecutiva Federal anular las decisiones tomadas democráticamente por las bases? ¿El PSOE debe reformar el proceso de las primarias, como sugiere Guillermo Fernández Vara, o lo que procede es eliminar la potestad de la cúpula federal para anular las decisiones de las bases?

Y lo más importante, ¿qué piensan de todo esto doña Susana Díaz y sus huestes andaluzas?