lunes, 15 de diciembre de 2014


La 'Burra' en la cárcel


José Joaquín Rodríguez Lara



He tenido la suerte de pasar unas horas en la cárcel, en el centro penitenciario de Badajoz. El amigo Justo Vila, escritor y profesor en la prisión pacense, me invitó a la clausura del IV Otoño Literario y acepté de mil amores.

Cada año, los profesores y los responsables de la cárcel de Badajoz organizan unas actividades que consisten en que las internas y los internos que participan en ellas lean obras de cuatro autores que posteriormente se reúnen, por separado, con esas personas para comentar la obra. Durante este otoño, los presos y las presas han leído ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’, mi último libro, y el día 11 estuve con ellas y con ellos, hablando de mi obra.

Ha sido una experiencia muy interesante, inolvidable para mí. Que los lectores hablen de la obra con su autor es muy gratificante para cualquier persona que escribe. La literatura tiene mucho de grito en soledad. A veces, ese grito rebota en la crítica y te llega envuelto en literatura. O choca contra la amistad o la enemistad y te alcanza bañado en empatía o en animadversión. En muchas menos ocasiones tienes la oportunidad de que el eco del lector anónimo, del que no te conoce y al que no conoces, de quien nada te debe y a quien no le debes nada, te devuelva tu grito. Y te lo devuelve ahormado en su personalidad, incorporando su experiencia vital a tu obra, entrando en ella y recorriéndola como si cada lector fuese un personaje de la misma. Es la mejor forma de releer lo que uno ha escrito.

Sentado en la capilla de la cárcel de Badajoz, ante un auditorio de varias decenas de presas y presos –muchos más hombres que mujeres- que esperaban pacientemente, agrupados por módulos y alineados sobre los bancos, me sentí un escritor diminuto, como un grano de imaginación frente a una montaña de fantasías.

¿Cómo podrían interesar las pequeñas historias que cuento en mi libro a quienes han sido y son protagonistas de tantas historias gigantescas? El contenido de ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’ es verdad en el 99 por ciento de sus páginas. Sólo hay una historia ficticia y parece ser la más auténtica de todas. La vida de quienes me han leído en la prisión es una realidad, de cabo a rabo, aunque esté tintada de ficción. Cada una de esas personas lleva dentro un cuento, una novela, un drama, una tragedia. Todas y cada una de ellas son personajes de una trama a la que, quienes vivimos fuera de la cárcel, nos consideramos inmunes, pero que también forma parte de nuestras vidas. Porque la cárcel no sólo es un lugar, también es una situación.

Pero hay que pasar por ella, aunque sólo sea de visita, para aquilatar con precisión el peso de los muros, la risa desdentada de las alambradas, la opresión de los patios, la eternidad guillotinada en rodajas por las rejas de corredera, el calendario que corretea por los pasillos como un ratón que buscase una salida para escapar de su laberinto.

La cárcel es una cápsula del tiempo. Tres horas no son nada cuando se vive fuera, pero son demasiado, una eternidad, cuando el reloj de la vida está encadenado al reglamento, cuando todo lo que se puede hacer está regulado en el fondo, en la forma y en la ocasión.

Gracias José María; hablé con tu padre. Está bien. Gracias Valeriano, gracias Antonio, gracias Yolanda, gracias César, gracias María Isabel, gracias Pierre, gracias Adriano, gracias Victoria, gracias José Luis, gracias Francisco Manuel, gracias Julián. Gracias a todos por leer ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’, gracias por escuchar mi grito. Y gracias también a ti, Justo, y a tus compañeros. Sé que dejo nombres fuera, pero recuerdo vuestras palabras.

Este artículo viaja por las redes sociales desde que termine de escribirlo. Ya sé que Internet no puede atravesar los muros de las prisiones, pero espero que alguien lo imprima y se lo haga llegar a mis lectores en la cárcel de Badajoz.

Leed y no os rindáis. La vida os espera fuera y, con un poco de suerte, hasta os dará una última oportunidad.


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