domingo, 7 de diciembre de 2014

El cucharro


José Joaquín Rodríguez Lara

La fuente y el cucharro siempre me parecieron una pareja bien avenida. Una de esas parejas que inducen a creer que puede haber maridajes sin desencantos ni desencuentros.

En mi pueblo, Barcarrota (Unión Europea) se llama fuente a la fuente propiamente dicha; con su ración de agua, su chorro, su caño, si lo tiene, su pretil rústico o de cantería, sus labrados y volutas y hasta sus trabajos de forja si, además de fuente con agua, es fuente con pretensiones, fuente ornamental.

Y en Barcarrota llamamos cucharro a lo que propiamente es un cucharro. No cabe confusión, pero tal vez todavía sí haya que explicarle a alguien la vida y milagros del cucharro.

Se trata de una vasija con forma de cazo o cucharón, construida en una pieza y labrada en corcha de alcornoque. En el mango, casi siempre ancho y plano, al cucharro se le practica un agujero, para ensartarlo en un clavo, o para hacer pasar por él un cordelillo con idéntica finalidad.

El cucharro se utiliza para beber. Y digo que se utiliza y no que se utilizaba, porque me niego a creer que el cucharro ya sólo sea una de esas piezas que pierden toda su utilidad y se convierten en extraños cacharros almacenados en los museos etnológicos, etnográficos y etnomuertos.

Cucharros para beber colgados en una cocina alentejana.
Hasta donde me alcanza la memoria, no recuerdo un campo sin su fuente, ni tampoco una fuente sin su cucharro. Cucharros pulidos por las manos y los labios de aquellas personas a las que sirvieron. Cucharros encanecidos, como si fuesen pantalones de pana, por el sol y por la lluvia y por el viento y por la helada y, sobre todo, por la precipitación más devastadora de todas: por el tiempo.

Cucharros que saciaron la sed de labriegos, de pastores, de mozas de refajo, de cazadores, de mochileros y otros contrabandistas, de mulilleros, de mercachifles, de piconeros, de huidos, de lañadores diestros en reparar tiestos rajados,  de guardias civiles y demás fusileros de vereda, de esparragueros, de locos, de recoveros saltalindes y de esforzados excursionistas de lo rural.

En llegados a la fuente, poco importaba el oficio, el uniforme o la procedencia. Todo se quedaba en nada al lado de la sed. El sediento tomaba el cucharro, ponía en su fondo un poco de agua, enjuagaba el cazo, tiraba ese agua primera, llenaba a continuación el cucharro hasta el borde y se lo llevaba a la boca una vez y dos y tres y todas las veces necesarias. Hasta saciarse.

El mismo cucharro usado por tantas bocas, durante generaciones, y nadie supo jamás de alguien que hubiese cogido una infección por beber con el cucharro de todos. Nadie murió ni enfermó por haber saciado su sed en una fuente en la que hubiese un cucharro, una fuente de agua natural, sin cloro ni canesú, una fuente de agua sin boticario ni servicio municipal de domesticación del agua, una fuente sin letrero de agua potable, pero con un cucharro que lo decía todo. No había mejor marchamo para garantizar la bondad del agua de la fuente que el cucharro. Si había cucharro el agua era de confianza. Al menos antes de que el agua tuviese, como tiene ahora, prospecto, con su nombre, sus principios activos y sus indicaciones, como los medicamentos.

Pero, además, el cucharro no sólo garantizaba que el agua era buena, sino que mejoraba su calidad. La existencia del cucharro evitaba meter la cara en la fuente y zugar; o poner la boca bajo el chorro y tragar, o hacer un cuenco con las manos y llevarse al sorbo de los labios el agua que no se había escapado entre los dedos.

El cucharro permitía disfrutar del agua, beber con tranquilidad, en tragos largos pero espaciados, tomando conciencia de lo que se hacía y hasta mirando, por encima del labio de la corcha, hacia el camino, a la sierra, a la yunta, al hombre, a la casa, a los afanes, al ganado, a la vida y al destino.

Para todo eso y para mucho más daba de sí el cucharro de la fuente.

Un cucharro de beber, porque hay otros cucharros, seguramente derivados de él, también estrechamente vinculados a las fuentes, en los que no se bebe, pues se utilizan para lavar la ropa. Unos cucharros, los de lavar, en los que millones de mujeres se han dejado el aliento y la salud con la condena de la pulcritud como horizonte y cárcel de sus vidas. Esos cucharros, sin cable ni cortavientos, también se merecen unas letras, pero ya tendrá que ser otro día.

Ahora me pongo en pie, me echo al hombro la vida y retomo mi camino. ¡Qué buen agua hace el cucharro de esta fuente!

5 comentarios:

  1. ¡¡¡Majestuosa descripción!!!, Joaquín. Refleja la vida misma de aquella maravillosa época, en los paisajes y parajes de los pueblos de esta comarca natural.

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  2. Muchas gracias, Manuel. Simplemente he pretendido reflejar la enorme grandeza que hay en la humildad de un cucharro de beber.

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  3. Muy buena descripción que evoca muchos recuerdos y te traslada a tantos lugares y épocas al mismo tiempo. Ha sido un placer disfrutar de su lectura.

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