miércoles, 24 de diciembre de 2014

Comadrón de ovejas


José Joaquín Rodríguez Lara


Estaba tupida, oronda como una sandía de huerta, pero no había llegado su hora. Yo llevaba semanas vigilándola, pero ella no se daba por aludida. ¡Qué si quieres arroz, Catalina! Sus dos compañeras de paritorio llevaban ya varios días amamantando a sus respectivos recentales y ella continuaba pastando la hierba fresca en la resolana del invierno sin dar señales. Ni una.


Pero la mañana del día de Nochebuena, con la última luna creciente del año, todo cambió: se puso de parto. Había subido a ver como estaba y vi un hociquillo que trataba de succionar su primera migaja de aire. Intento vano, pues no había roto aún la bolsa vitelina.


Durante 15 o 20 minutos lo observé todo a distancia, para no molestar a la madre con mi presencia, y lo que vi me preocupó. El alumbramiento no avanzaba. Llamé a Narciso, al que la necesidad le ha hecho experto en este y en muchos más contratiempos rurales, pero no había cobertura. Mi preocupación se agravó: estaba solo.


La oveja tan pronto se echaba al suelo como se levantaba, comía un poco de hierba, alzaba la cabeza y miraba al cielo implorando ayuda, balaba lastimeramente... El animal estaba sufriendo. Me temí lo peor y decidí intervenir. Metí dos dedos entre la testuz del cordero y la vulva de su madre y logré que aflorase toda la cabeza y las orejotas. Limpie la boca y las fosas nasales del corderillo e inmediatamente me retiré. A ocho o diez metros de distancia, el cordero parecía un trébol negro abierto en una pelota de lana sufriente.


Pasaron los minutos y no pasó nada. El cordero tenía la lengua fuera de la boca y la movía a veces, así que estaba vivo. El teléfono no, el teléfono estaba muerto o en coma profundo. Cada vez que marcaba el número de Narciso para pedirle consejo, terminaba maldiciendo una y mil veces la falta de cobertura.


Creí que no debía esperar más y me arremangué. Tuve que meter la mano desnuda, pues no tenía guantes ni nada más que mi deseo de ayudar a la oveja y al cordero, y la metí hasta el codo. El cordero estaba atorado en el canal de parto. No sólo era muy grueso, sino que tenía las manos dobladas hacia atrás, lo que ensanchaba aún más su contorno e impedía el alumbramiento.


Al tacto, como pude, localicé una de las manos del corderillo, la izquierda, y no sin poco esfuerzo conseguí extraerla. Busqué la otra y no pude sujetarla, así que tirando de la mano libre, del cuello y, más tarde, de la espalda del borreguillo y balanceándolo suavemente, conseguimos su madre y yo que terminase de nacer.


Era muy grande, pero no me paré a ver si era macho o hembra. Tan pronto como lo tuve en mis manos se lo puse delante a la oveja que comenzó a lamerlo y a balarle. Fue una bonita escena, pero no disfruté de ella nada más que unos segundos y me retiré para no interrumpir las presentaciones entre madre e hijo, un proceso que los etólogos llaman impronta, que debe completarse en los primeros minutos de vida y que marca las relaciones maternos filiales para toda la existencia. Si la madre no reconoce al hijo, si no lo acepta y lo lame, si no permite que le mame, el problema es incluso mayor que el de un parto difícil, pues no dura unos minutos, sino desde el nacimiento hasta el destete. Mes y pico en el caso de los corderos.


Pero todo parecía ir bien y me retiré bastante confiado. Tenía muchas cosas que hacer y lo primero era prepararle un alojamiento seguro y confortable a la madre y a su hijo. El mejor paritorio para una oveja es el campo, pero enseguida hay que procurarle refugio contra las inclemencias del tiempo y contra las alimañas, que también tienen crías a las que alimentar.


Cuando volví al paritorio, una hora más tarde, el corderillo estaba más relamido y repeinado que un muchacho vestido de disanto por la hermana, solterona, de su madre. Y no sólo eso, además se mantenía torpemente en pie y buscaba los pezones. Todas las señales que emitía el recién parido eran muy buenas. No ocurría lo mismo con la madre. Me preocupé. Tal vez le había hecho daño al tratar de ayudarla.


Oveja de raza suffolk con sus corderillos.

La oveja seguía inquieta. Se echaba, se levantaba, caminaba un poco, comisqueaba, miraba al cielo como implorando ayuda... Yo miré al teléfono, pero la señal seguía atorada entre las nubes. En torno a Los Cañuelos, ya se sabe, hay más antenas que ondas de comunicación al alcance de cualquier persona necesitada. Y un día de Nochebuena, ni le cuento. Me fijé en que la oveja estaba expulsando una bolsa con líquido amniótico y, en mi impericia de comadrón debutante y sin formación específica, supuse que era la placenta del corderillo que acababa de nacer. Pero no lo era. Se trataba de una segunda placenta. Ya me estaba arremangando cuando, a toda velocidad, vino al mundo otro corderillo, mucho más negro que su hermano y la tercera parte de hermoso que él. Se escurrió entre la hierba como un boquerón lanudo.


Inmediatamente la madre se puso a lamerlo y yo bajé al pueblo para poder hablar con Narciso. Por él supe que no lo había hecho mal, pero que también podría haberlo hecho mucho mejor. Si al buscar las patas del primer borreguito, en vez de hacer salir la cabeza la hubiese presionado hacia el interior del vientre materno, habría localizado más fácilmente las manos del animal y lo habría extraído mejor y con menos esfuerzo. Otra vez será.


- Ahora agarras un cordero con cada mano y los llevas a lugar seguro. La madre te seguirá.
- Es que está coja, como sabes. Por eso quería que me tú ayudases a subirla al carro.
- En el carro irá peor y se puede hacer más daño con el balanceo. Haz como te digo.


Dicho y hecho. Con un cordero en cada mano tomé el camino y la oveja me siguió a su paso. A veces descansábamos, pero más por mí que por ella.


Mientras debutaba como comadrón de ovinos desee con todas mis fuerzas que el corderillo se salvase, que la oveja saliese indemne del parto y que la criatura fuese hembra y pudiese quedarse a vivir con su madre. El primer deseo me fue concedido, el segundo creo que también, pero el tercero no. El primer animal que he ayudado a venir a este mundo -como aprendiz de comadrón, a mi pesar-, es un macho muy robusto. Y su mellizo, otro varón, aunque más bien escurrido de carnes.


Pero bueno, lo importante es que tanto la madre como los recién nacidos parecen encontrarse en buen estado, lo cual no es poca cosa cuando se debuta como comadrón de ovejas sin haber recibido ni siquiera un cursillo ni poder consultar la Wikipedia durante el parto.


¡Feliz Nochebuena, feliz Navidad!

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