jueves, 25 de diciembre de 2014

¿POR QUÉ?


Preparamos un gran menú.

 Nos colocamos en torno a una amplia mesa,

 sentados en sillas casi siempre vistosas,

 con un buen respaldo

 y, a todo esto, le llamamos banquete. 

¿Banquete?

 ¿Y por qué no le llamamos sillita o mesita o comidita?

 ¿Cuánto queda del humilde banquete,

 del banquillo

 o del banquito,

 en un banquete?

Hubo una época, y hasta una era, en la que comer sentado,

 aunque fuese en un simple banquete,

 era un lujo, un auténtico banquete.

 Pero eso cambió hace tiempo y, actualmente, la mayoría de las personas

 que se sientan en una banqueta, en un taburete,

 a la hora de comer,

 lo hace porque no tiene tiempo para sentarse a la mesa. 

Entonces, ¿el porqué llamamos banquete

 a la comida en la que no hay banquete

 y no llamamos banquete

 a comer deprisa y corriendo levemente posados sobre un banquete?


miércoles, 24 de diciembre de 2014

Comadrón de ovejas


José Joaquín Rodríguez Lara


Estaba tupida, oronda como una sandía de huerta, pero no había llegado su hora. Yo llevaba semanas vigilándola, pero ella no se daba por aludida. ¡Qué si quieres arroz, Catalina! Sus dos compañeras de paritorio llevaban ya varios días amamantando a sus respectivos recentales y ella continuaba pastando la hierba fresca en la resolana del invierno sin dar señales. Ni una.


Pero la mañana del día de Nochebuena, con la última luna creciente del año, todo cambió: se puso de parto. Había subido a ver como estaba y vi un hociquillo que trataba de succionar su primera migaja de aire. Intento vano, pues no había roto aún la bolsa vitelina.


Durante 15 o 20 minutos lo observé todo a distancia, para no molestar a la madre con mi presencia, y lo que vi me preocupó. El alumbramiento no avanzaba. Llamé a Narciso, al que la necesidad le ha hecho experto en este y en muchos más contratiempos rurales, pero no había cobertura. Mi preocupación se agravó: estaba solo.


La oveja tan pronto se echaba al suelo como se levantaba, comía un poco de hierba, alzaba la cabeza y miraba al cielo implorando ayuda, balaba lastimeramente... El animal estaba sufriendo. Me temí lo peor y decidí intervenir. Metí dos dedos entre la testuz del cordero y la vulva de su madre y logré que aflorase toda la cabeza y las orejotas. Limpie la boca y las fosas nasales del corderillo e inmediatamente me retiré. A ocho o diez metros de distancia, el cordero parecía un trébol negro abierto en una pelota de lana sufriente.


Pasaron los minutos y no pasó nada. El cordero tenía la lengua fuera de la boca y la movía a veces, así que estaba vivo. El teléfono no, el teléfono estaba muerto o en coma profundo. Cada vez que marcaba el número de Narciso para pedirle consejo, terminaba maldiciendo una y mil veces la falta de cobertura.


Creí que no debía esperar más y me arremangué. Tuve que meter la mano desnuda, pues no tenía guantes ni nada más que mi deseo de ayudar a la oveja y al cordero, y la metí hasta el codo. El cordero estaba atorado en el canal de parto. No sólo era muy grueso, sino que tenía las manos dobladas hacia atrás, lo que ensanchaba aún más su contorno e impedía el alumbramiento.


Al tacto, como pude, localicé una de las manos del corderillo, la izquierda, y no sin poco esfuerzo conseguí extraerla. Busqué la otra y no pude sujetarla, así que tirando de la mano libre, del cuello y, más tarde, de la espalda del borreguillo y balanceándolo suavemente, conseguimos su madre y yo que terminase de nacer.


Era muy grande, pero no me paré a ver si era macho o hembra. Tan pronto como lo tuve en mis manos se lo puse delante a la oveja que comenzó a lamerlo y a balarle. Fue una bonita escena, pero no disfruté de ella nada más que unos segundos y me retiré para no interrumpir las presentaciones entre madre e hijo, un proceso que los etólogos llaman impronta, que debe completarse en los primeros minutos de vida y que marca las relaciones maternos filiales para toda la existencia. Si la madre no reconoce al hijo, si no lo acepta y lo lame, si no permite que le mame, el problema es incluso mayor que el de un parto difícil, pues no dura unos minutos, sino desde el nacimiento hasta el destete. Mes y pico en el caso de los corderos.


Pero todo parecía ir bien y me retiré bastante confiado. Tenía muchas cosas que hacer y lo primero era prepararle un alojamiento seguro y confortable a la madre y a su hijo. El mejor paritorio para una oveja es el campo, pero enseguida hay que procurarle refugio contra las inclemencias del tiempo y contra las alimañas, que también tienen crías a las que alimentar.


Cuando volví al paritorio, una hora más tarde, el corderillo estaba más relamido y repeinado que un muchacho vestido de disanto por la hermana, solterona, de su madre. Y no sólo eso, además se mantenía torpemente en pie y buscaba los pezones. Todas las señales que emitía el recién parido eran muy buenas. No ocurría lo mismo con la madre. Me preocupé. Tal vez le había hecho daño al tratar de ayudarla.


Oveja de raza suffolk con sus corderillos.

La oveja seguía inquieta. Se echaba, se levantaba, caminaba un poco, comisqueaba, miraba al cielo como implorando ayuda... Yo miré al teléfono, pero la señal seguía atorada entre las nubes. En torno a Los Cañuelos, ya se sabe, hay más antenas que ondas de comunicación al alcance de cualquier persona necesitada. Y un día de Nochebuena, ni le cuento. Me fijé en que la oveja estaba expulsando una bolsa con líquido amniótico y, en mi impericia de comadrón debutante y sin formación específica, supuse que era la placenta del corderillo que acababa de nacer. Pero no lo era. Se trataba de una segunda placenta. Ya me estaba arremangando cuando, a toda velocidad, vino al mundo otro corderillo, mucho más negro que su hermano y la tercera parte de hermoso que él. Se escurrió entre la hierba como un boquerón lanudo.


Inmediatamente la madre se puso a lamerlo y yo bajé al pueblo para poder hablar con Narciso. Por él supe que no lo había hecho mal, pero que también podría haberlo hecho mucho mejor. Si al buscar las patas del primer borreguito, en vez de hacer salir la cabeza la hubiese presionado hacia el interior del vientre materno, habría localizado más fácilmente las manos del animal y lo habría extraído mejor y con menos esfuerzo. Otra vez será.


- Ahora agarras un cordero con cada mano y los llevas a lugar seguro. La madre te seguirá.
- Es que está coja, como sabes. Por eso quería que me tú ayudases a subirla al carro.
- En el carro irá peor y se puede hacer más daño con el balanceo. Haz como te digo.


Dicho y hecho. Con un cordero en cada mano tomé el camino y la oveja me siguió a su paso. A veces descansábamos, pero más por mí que por ella.


Mientras debutaba como comadrón de ovinos desee con todas mis fuerzas que el corderillo se salvase, que la oveja saliese indemne del parto y que la criatura fuese hembra y pudiese quedarse a vivir con su madre. El primer deseo me fue concedido, el segundo creo que también, pero el tercero no. El primer animal que he ayudado a venir a este mundo -como aprendiz de comadrón, a mi pesar-, es un macho muy robusto. Y su mellizo, otro varón, aunque más bien escurrido de carnes.


Pero bueno, lo importante es que tanto la madre como los recién nacidos parecen encontrarse en buen estado, lo cual no es poca cosa cuando se debuta como comadrón de ovejas sin haber recibido ni siquiera un cursillo ni poder consultar la Wikipedia durante el parto.


¡Feliz Nochebuena, feliz Navidad!

lunes, 15 de diciembre de 2014


La 'Burra' en la cárcel


José Joaquín Rodríguez Lara



He tenido la suerte de pasar unas horas en la cárcel, en el centro penitenciario de Badajoz. El amigo Justo Vila, escritor y profesor en la prisión pacense, me invitó a la clausura del IV Otoño Literario y acepté de mil amores.

Cada año, los profesores y los responsables de la cárcel de Badajoz organizan unas actividades que consisten en que las internas y los internos que participan en ellas lean obras de cuatro autores que posteriormente se reúnen, por separado, con esas personas para comentar la obra. Durante este otoño, los presos y las presas han leído ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’, mi último libro, y el día 11 estuve con ellas y con ellos, hablando de mi obra.

Ha sido una experiencia muy interesante, inolvidable para mí. Que los lectores hablen de la obra con su autor es muy gratificante para cualquier persona que escribe. La literatura tiene mucho de grito en soledad. A veces, ese grito rebota en la crítica y te llega envuelto en literatura. O choca contra la amistad o la enemistad y te alcanza bañado en empatía o en animadversión. En muchas menos ocasiones tienes la oportunidad de que el eco del lector anónimo, del que no te conoce y al que no conoces, de quien nada te debe y a quien no le debes nada, te devuelva tu grito. Y te lo devuelve ahormado en su personalidad, incorporando su experiencia vital a tu obra, entrando en ella y recorriéndola como si cada lector fuese un personaje de la misma. Es la mejor forma de releer lo que uno ha escrito.

Sentado en la capilla de la cárcel de Badajoz, ante un auditorio de varias decenas de presas y presos –muchos más hombres que mujeres- que esperaban pacientemente, agrupados por módulos y alineados sobre los bancos, me sentí un escritor diminuto, como un grano de imaginación frente a una montaña de fantasías.

¿Cómo podrían interesar las pequeñas historias que cuento en mi libro a quienes han sido y son protagonistas de tantas historias gigantescas? El contenido de ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’ es verdad en el 99 por ciento de sus páginas. Sólo hay una historia ficticia y parece ser la más auténtica de todas. La vida de quienes me han leído en la prisión es una realidad, de cabo a rabo, aunque esté tintada de ficción. Cada una de esas personas lleva dentro un cuento, una novela, un drama, una tragedia. Todas y cada una de ellas son personajes de una trama a la que, quienes vivimos fuera de la cárcel, nos consideramos inmunes, pero que también forma parte de nuestras vidas. Porque la cárcel no sólo es un lugar, también es una situación.

Pero hay que pasar por ella, aunque sólo sea de visita, para aquilatar con precisión el peso de los muros, la risa desdentada de las alambradas, la opresión de los patios, la eternidad guillotinada en rodajas por las rejas de corredera, el calendario que corretea por los pasillos como un ratón que buscase una salida para escapar de su laberinto.

La cárcel es una cápsula del tiempo. Tres horas no son nada cuando se vive fuera, pero son demasiado, una eternidad, cuando el reloj de la vida está encadenado al reglamento, cuando todo lo que se puede hacer está regulado en el fondo, en la forma y en la ocasión.

Gracias José María; hablé con tu padre. Está bien. Gracias Valeriano, gracias Antonio, gracias Yolanda, gracias César, gracias María Isabel, gracias Pierre, gracias Adriano, gracias Victoria, gracias José Luis, gracias Francisco Manuel, gracias Julián. Gracias a todos por leer ‘La burra con GPS y otros avíos de comer’, gracias por escuchar mi grito. Y gracias también a ti, Justo, y a tus compañeros. Sé que dejo nombres fuera, pero recuerdo vuestras palabras.

Este artículo viaja por las redes sociales desde que termine de escribirlo. Ya sé que Internet no puede atravesar los muros de las prisiones, pero espero que alguien lo imprima y se lo haga llegar a mis lectores en la cárcel de Badajoz.

Leed y no os rindáis. La vida os espera fuera y, con un poco de suerte, hasta os dará una última oportunidad.


viernes, 12 de diciembre de 2014

domingo, 7 de diciembre de 2014

El cucharro


José Joaquín Rodríguez Lara

La fuente y el cucharro siempre me parecieron una pareja bien avenida. Una de esas parejas que inducen a creer que puede haber maridajes sin desencantos ni desencuentros.

En mi pueblo, Barcarrota (Unión Europea) se llama fuente a la fuente propiamente dicha; con su ración de agua, su chorro, su caño, si lo tiene, su pretil rústico o de cantería, sus labrados y volutas y hasta sus trabajos de forja si, además de fuente con agua, es fuente con pretensiones, fuente ornamental.

Y en Barcarrota llamamos cucharro a lo que propiamente es un cucharro. No cabe confusión, pero tal vez todavía sí haya que explicarle a alguien la vida y milagros del cucharro.

Se trata de una vasija con forma de cazo o cucharón, construida en una pieza y labrada en corcha de alcornoque. En el mango, casi siempre ancho y plano, al cucharro se le practica un agujero, para ensartarlo en un clavo, o para hacer pasar por él un cordelillo con idéntica finalidad.

El cucharro se utiliza para beber. Y digo que se utiliza y no que se utilizaba, porque me niego a creer que el cucharro ya sólo sea una de esas piezas que pierden toda su utilidad y se convierten en extraños cacharros almacenados en los museos etnológicos, etnográficos y etnomuertos.

Cucharros para beber colgados en una cocina alentejana.
Hasta donde me alcanza la memoria, no recuerdo un campo sin su fuente, ni tampoco una fuente sin su cucharro. Cucharros pulidos por las manos y los labios de aquellas personas a las que sirvieron. Cucharros encanecidos, como si fuesen pantalones de pana, por el sol y por la lluvia y por el viento y por la helada y, sobre todo, por la precipitación más devastadora de todas: por el tiempo.

Cucharros que saciaron la sed de labriegos, de pastores, de mozas de refajo, de cazadores, de mochileros y otros contrabandistas, de mulilleros, de mercachifles, de piconeros, de huidos, de lañadores diestros en reparar tiestos rajados,  de guardias civiles y demás fusileros de vereda, de esparragueros, de locos, de recoveros saltalindes y de esforzados excursionistas de lo rural.

En llegados a la fuente, poco importaba el oficio, el uniforme o la procedencia. Todo se quedaba en nada al lado de la sed. El sediento tomaba el cucharro, ponía en su fondo un poco de agua, enjuagaba el cazo, tiraba ese agua primera, llenaba a continuación el cucharro hasta el borde y se lo llevaba a la boca una vez y dos y tres y todas las veces necesarias. Hasta saciarse.

El mismo cucharro usado por tantas bocas, durante generaciones, y nadie supo jamás de alguien que hubiese cogido una infección por beber con el cucharro de todos. Nadie murió ni enfermó por haber saciado su sed en una fuente en la que hubiese un cucharro, una fuente de agua natural, sin cloro ni canesú, una fuente de agua sin boticario ni servicio municipal de domesticación del agua, una fuente sin letrero de agua potable, pero con un cucharro que lo decía todo. No había mejor marchamo para garantizar la bondad del agua de la fuente que el cucharro. Si había cucharro el agua era de confianza. Al menos antes de que el agua tuviese, como tiene ahora, prospecto, con su nombre, sus principios activos y sus indicaciones, como los medicamentos.

Pero, además, el cucharro no sólo garantizaba que el agua era buena, sino que mejoraba su calidad. La existencia del cucharro evitaba meter la cara en la fuente y zugar; o poner la boca bajo el chorro y tragar, o hacer un cuenco con las manos y llevarse al sorbo de los labios el agua que no se había escapado entre los dedos.

El cucharro permitía disfrutar del agua, beber con tranquilidad, en tragos largos pero espaciados, tomando conciencia de lo que se hacía y hasta mirando, por encima del labio de la corcha, hacia el camino, a la sierra, a la yunta, al hombre, a la casa, a los afanes, al ganado, a la vida y al destino.

Para todo eso y para mucho más daba de sí el cucharro de la fuente.

Un cucharro de beber, porque hay otros cucharros, seguramente derivados de él, también estrechamente vinculados a las fuentes, en los que no se bebe, pues se utilizan para lavar la ropa. Unos cucharros, los de lavar, en los que millones de mujeres se han dejado el aliento y la salud con la condena de la pulcritud como horizonte y cárcel de sus vidas. Esos cucharros, sin cable ni cortavientos, también se merecen unas letras, pero ya tendrá que ser otro día.

Ahora me pongo en pie, me echo al hombro la vida y retomo mi camino. ¡Qué buen agua hace el cucharro de esta fuente!