viernes, 18 de octubre de 2013

Gatos de caza


José Joaquín Rodríguez Lara


Era rubia, lustrosa, independiente, presumida y cariñosa. La llamábamos Mansita y se ganaba el nombre a pulso cada día. Era la gata, la primera gata que, hasta donde me alcanza la memoria, durmió en mis ojos.

Vivíamos entonces en la finca La Cocosa, cerca de Valverde de Leganés y no lejos de Badajoz. Mi existencia se repartía entre el chozo que levantó mi padre y la casilla de la granja, que consistía en una sola habitación.

En el chozo teníamos la candela, una mesita tocinera, sobre la que cada día comíamos los garbanzos, ollas con la panza ennegrecida por el fuego, platos, cucharas, cántaros de barro, algunos asientos y otros utensilios domésticos. En la casilla estaban la cama que compartían mis padres, la que yo compartía con mi hermano Antonio, la cuna de Servando y una bicicleta de carreras, de segunda mano, que mi padre le había comprado al señorito Juan. También había un baúl.

Nada echaba yo de menos entonces y ahora tampoco añoro aquellos años, aunque he recordado algunos episodios de mi infancia, no sabría decir si triste o feliz, al ver en la calle una gata -porque era gata, seguro- prácticamente idéntica a Mansita.

En mi familia casi siempre ha habido perros de caza, pero en aquellos años hasta había gatos que cazaban. Mansita era una gran cazadora. Nunca la vi con un ratón entre los dientes; en el campo, y particularmente en los chozos, no suele haber ratas ni ratones domésticos y el ratón de campo, si se acerca a los avíos, toma lo que puede y huye a la seguridad de su cubil, donde no hay perros ni gatos ni tampoco escobas ni ramajos que le persigan. Tampoco vi jamás a nuestra gata subida en un árbol, al acecho de los pájaros, aunque no dudo que lo hiciese. Si digo que Mansita era una gran cazadora es porque cazaba conejos; conejos de campo, como si fuese un podenco.

La Cocosa, donde los romanos construyeron una villa de la que hay restos en el Museo Nacional de Arqueología, en Madrid, fue en tiempos un enorme encinar. Yo llegué a ver las últimas encinas que rodeaban el cortijo y asistí a su descuaje, para facilitar el paso de los tractores al labrar y, sobre todo, de la cosechadora. Llevaron al cortijo un tractor oruga que arrastraba un enorme arado; el tractorista lo aculaba contra el troncón del árbol, metía la marcha atrás y la encina caía con estrépito dejando al aire un cepellón -la porra-, enorme, llenó de tierra nunca vista y raíces quebradas. Así fue como, en los años 60, La Cocosa pasó de ser un encinar a lo que es ahora, una finca prácticamente desarbolada, en la mayor parte de su enorme extensión, en la que prosperan a sus anchas, sin que nada les haga sombra, la vid y el cereal. Quedan en pie, como muestra de lo que fue un bosque lleno de animales silvestres, algunas encinas y unas decenas, o menos, de pinos piñoneros en El Majadal de Hilario, en La Charca el Pino y en el cuartón que linda con el Carril de las Lanas, en el que está el Pozo de la Sarna, así como en la zona del Cordel.

Cuando La Cocosa era un encinar, las encinas se podaban para sanearlas y carbonear la leña. Las taramas resultantes de la poda se apilaban en un taramero, instalado en las traseras del cortijo, y de allí se retiraban cuando hacían falta en los chozos para la lumbre o para cualquier otro uso. El taramero era tan enorme que un año se abrió en su interior un corral para encerrar una punta de vacas. Y no fue difícil; bastó con despejar de taramas el centro del taramero. Las taramas que no se quitaron hacían de valla e impedían que las vacas se escapasen del corral.

Ni al vacuno ni a ningún tipo de ganado, salvo, quizá, a las cabras, les gusta pincharse con las taramas, así que no pasan a través de ellas salvo que se le obligue. A los conejos, en cambio, les encantan los tarameros. Abren túneles entre el ramaje, aplastan la hojarasca y crean madrigueras en las que no solo están a salvo de la humedad de la tierra y al resguardo de la intemperie, sino protegidos de las águilas y de la zorra, su depredador principal.

En el taramero de La Cocosa había muchos conejos silvestres y nuestra gata lo sabía. Tal vez aprendió a entrar por los túneles de los conejos sin pincharse o se atrincheró junto a las taramas, esperando que alguna presa se despistase. Lo cierto es que un día, cuando ya caía la tarde, Mansita se presentó en el chozo con un conejo en la boca. Era un gazapo de buen tamaño. La captura nos sorprendió. Ninguno sabíamos que la gata cazase conejos y que, además, los llevase desde el taramero, distante unos quinientos metros, hasta el chozo. Mi madre se limitó a observarla mientras Mansita devoraba su cena con total tranquilidad.

Unos días después se repitió la historia: Mansita se presentó en el chozo con otro conejo entre los dientes. La segunda pieza incluso era más grande. Mi madre no se lo pensó dos veces en esta ocasión; dejó que la gata entrase en la casa colindante, en la que habían vivido el 'señó Manué', el guarda, y la 'señá Marcela', su mujer, cerró la puerta y le quitó el conejo a Mansita, que miaba y se relamía a sus pies, suplicándole.

Lo primero que comprobó mi madre fue si el conejo estaba sano. Lo estaba. Y caliente aún. Lo segundo fue desollarlo y trocearlo. A Mansita le dio la pellica y las vísceras. Al día siguiente hubo carne en el puchero, carne de conejo silvestre cazado por una gata casera.

A Mansita no debió de parecerle muy justo el reparto de la presa, porque no volvió a llevar más conejos al chozo. Eso sí, continuó siendo rubia, lustrosa, independiente, presumida y cariñosa, muy cariñosa.

La Rabona, en cambio, era arisca. De capa atigrada, con manchas rubias y blancas, tenía bastante menos corpulencia que Mansita y le faltaban dos terceras partes del rabo. Ponerle nombre fue fácil. La Rabona se presentó un día en el chozo y se quedó a vivir con nosotros. El hecho de que le hubiesen cortado el rabo nos hizo suponer siempre que la Rabona había sido propiedad de algunos de los pastores que, cada verano, aprovechaban los rastrojos en las fincas colindantes. Esos pastores se movían con sus rebaños y, en cada viaje, llevaban el jato, que así suena aunque se escriba hato, a cuestas: un chozo pequeño, sin pontones clavados en el suelo, que fabricaban con varas ligeras y ballón, como llamamos en Extremadura a la enea o anea, al tallo de la espadaña. Cuando cambiaban de agostadero, cargaban el chozo en la burra para trasladarlo al siguiente destino. Los enseres de estos pastores eran mínimos: alguna vasija para el agua, algún plato, un caldero, una cuchara, una manta.., lo indispensable. Ni siquiera solían tener mesa, todo lo más algún tajo de corcha, así que al comer ponían el plato en el suelo y para que el gato, con sus zalamerías, no metiese el rabo en la sopa de tomate, le cortaban la cola. Eso hicieron con la Rabona que, seguramente, se perdió durante alguna mudanza de la red, en la que se encerraban las ovejas por la noche, y, buscando cobijo, apareció en nuestro chozo. Y en él se quedó, porque donde come un gato pueden comer dos. Sobre todo si hay un taramero a mano y uno de ellos sabe cazar conejos.

La Rabona nunca se mostró generosa en el afecto, a pesar de que la tratábamos bien. Parió y le dejamos un gato, cosa que jamás habíamos hecho con Mansita. Aquel fue el primer gato que tuve en las manos antes de que abriese los ojos. Desde el primer momento me encariñé de él; de los tres mininos que teníamos, ese era mi gato. Tenía gran apetito y le llamé Barriga por razones obvias.

Todavía andaba detrás de la madre y ya empezó a cazar. Un día se subió sobre la jaula de uno de los perdigones, que mi padre utilizaba como reclamo cuando iba al aguardo de la perdiz, y comenzó a meter la zarpa por entre los barrotes del jaulón, para echarle uña al macho. Mi hermano Antonio se dio cuenta y le tiró una tabla grande para espantarlo, pero, aunque le pasó rozando, Barriga siguió a lo suyo. Le lanzó otra tabla, más pequeña, y le dio de lleno. Barriga cayó al suelo; le echaron encima un cubo de agua, pero mi gato no volvió a levantarse. Cuando pregunté por él, mi madre me dijo que Barriga se había ido a los Reguengos, un enclave portugués del que yo jamás había oído hablar antes. Tampoco he sabido nunca si todos los gatos muertos se van a los Reguengos o si es allí donde reciben a todas las malas noticias. En cualquier caso, así finiquitó la trayectoria cinegética y vital de Barriga, mi gato, el hijo de la Rabona.

Mansita nos alegró el día con un conejo y Barriga se fue a los Reguengos por un perdigón. Cosas de gatos, de gatos que cazan.


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