viernes, 26 de julio de 2013


Un 'Julio César' muy cercano y español


José Joaquín Rodríguez Lara

El diseño de la copa no mejora la calidad del vino, pero sí puede desmerecerla, por lo que no faltan tratados sobre el arte de beber, no caben en un solo chinero los tipos, tamaños y hasta colores que deben tener los recipientes más adecuados para cada caldo y hay quien se escandaliza si le sirven un reserva en un vaso para agua, un blanco en una copa de balón, un pitarra en una copa flauta, un cava en un chato de taberna, un oloroso en una taza de loza o un Pedro Ximénez en un copa María Antonieta, por ejemplo. Por no hablar del cristal que impide apreciar el color del vino, aunque ese caldo sea tan pálido y cristalino, casi transparente, como algunos vinos del Rin.

Más que ciencia y exigencias del paladar, en todo esto seguramente hay prédica, hábito, pereza y renuencia al cambio. Razones muy parejas a las que, llegado el caso, hacen preferir que los romanos vistan de romanos, con túnica, cíngulo, toga y demás piezas del indumento popularizado por el cine, en vez de usar corbata y vestir uniformes paramilitares, como ocurre en el 'Julio César' incluido en la 59 edición del Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida.

Una pantalla preside la escena del Teatro Romano.
(Fotografía de Jero Morales para el Festival de Mérida)
Y conste que en este caso, el diseño de la copa no desmerece al caldo. Primero, porque sería imposible, ya que el teatro de Shakespeare es un vino de altísima calidad por el que no pasan ni los años ni los montajes; y segundo, porque en el 'Julio César' incluido este año en el Festival de Mérida sobresale el buen hacer de los actores.

La representación carece de entreactos ni tiempos muertos; el ritmo es a veces trepidante. A la extraordinaria acústica del Teatro Romano de Mérida se une la buena dicción de los intervinientes, por lo que su voz llega con fuerza al espectador, hasta el punto de que los micrófonos y la megafonía parecen, una vez más, no solo una prótesis absolutamente prescindible, sino un artilugio que elimina la naturalidad del discurso, pues aunque engorden el trazo de las pasiones y de las ideas, los altavoces erosionan el perfil de las emociones. El teatro es palabra, es voz, música silábica, y el teatro shakesperiano, más palabras, más voz y más música que cualquier otro. Pero el Festival de Mérida no existe, es algo que entre todos nos inventamos cada año, y la mayor parte de las compañías piensan menos en el Teatro Romano emeritense y en sus imponentes columnas que en otras plazas en las que no hay ni esa buenísima acústica ni ese impresionante decorado de mármol.

Hasta habría que darle las gracias a Paco Azorín, director y responsable de la escenografía, por haberse limitado a colocar sobre la escena 18 sillas oscuras y ligeras, pero de muy buena calidad a juzgar por lo bien que aguantan los golpes, un obelisco y una pantalla que proyecta hacia los espectadores rostros e información escrita, incluidos los títulos de crédito, como en el cine.

En un momento de la representación, las 18 sillas son alineadas al borde de la escena, frente a la orchestra, y Mario Gas, que encarna a César y es el único actor que se encuentra en ese instante sobre la arena, se sienta, solo y descalzo, en la primera de las sillas, ante el hemiciclo lleno de espectadores. Pocas veces se ha visto algo más parecido a la impresionante fotografía que Marisa Flórez le hizo a Adolfo Suárez, abandonado por sus ministros, solo y pensativo, en el banco azul del Congreso, a merced de los uniformes que, en este 'Julio César', por fin adquieren un valor interpretativo reconocible. La situación resulta tan vívida que, durante unos segundos y sin salirse de la esfera del poder, 'Julio César' parece más una reflexión sobre la caída de Adolfo Suárez que sobre la del conquistador de la Galia. Una impresión agudizada por el hecho de que César caiga acuchillado por los suyos. Hasta el obelisco que preside la escena, símbolo fálico del poder -en la obra no hay ni una sola mujer- recuerda menos a los obeliscos egipcios que los romanos colocaron en la capital del Imperio, que a algunas de las viñetas con las que dibujantes como Peridis han contado el día a día de la larga marcha española hacia la democracia. Una vez que el obelisco es derribado y se parte en cuatro fragmentos, no se sabe ya si nos están hablando de Roma, de España o de que el poder, la ambición y la condición humana son iguales en todos los lugares y en todas las épocas.

Adolfo Suárez, entonces presidente del Gobierno, abandonado en el banco azul.
(Fotografía tomada por Marisa Flórez, para El País, el 25 de septiembre de 1979)

En cualquier caso, si en vez del rostro de Mario Gas, Paco Azorín hubiese llevado a la pantalla un primer plano de Adolfo Suárez, hasta Plutarco se hubiese estremecido en su tumba por conformarse con haber comparado a César con Alejandro Magno y no haber incluido a la pareja Julio César - Adolfo duque de Suárez en su obra 'Vidas paralelas'. La guinda hubiese consistido en complementar el rostro del actor Sergio Peris-Mencheta, que encarna a Marco Antonio, usufructuario de la muerte de César, con algún primer plano de Felipe González, que también pasaba por allí.

Brutus, a la izquierda, desenvaina su puñal
para tomar parte en el asesinato profiláctico de César.
(Imagen tomada por Jero Morales para el Festival de Mérida) 
Claro que, de haberlo hecho, las estrellas del festival emeritense no serían Tristán Ulloa/Brutus, José Luis Alcobendas/Casio y el resto de la banda de ambiciosos salvapatrias que, despreciando los deseos del pueblo y del Senado y pisoteando la actitud mostrada por el propio César, que en tres ocasiones rechazó la corona de rey, asesinaron de 33 puñaladas al dictador vitalicio pretextando, que así defendían a la República. Es más, con la plena españolización de este 'Julio César' ibérico, ahora mismo en las tertulias patrias no se hablaría de la historia de Roma, sino de otras historias más mediáticas y, por supuesto, de Bárcenas, que esa sí que es una tragedia con traiciones, puñaladas traperas y obelisco. Zafio, digital y obsceno, pero obelisco.

Mas, no le hagamos remilgos a la copa que nos ofrece el Festival de Mérida y disfrutemos del teatro de Shakesperare, ese vino que no se ve en la escena del Romano cada día. 

Alzo mi copa: ¡Salud, césar, salud, duque, salud noble bardo de Avon, salud vieja vaca enferma, salud, mucha salud!

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