sábado, 1 de junio de 2013

Una ley explosiva

José Joaquín Rodríguez Lara


España es el paraíso de los legisladores y el infierno de las leyes. Vivimos en un país en el que hay muchísimas más personas empeñadas en hacer normas que dispuestas a cumplirlas. Eso sí, todos solemos exigir que los demás cumplan las leyes. Incluso cuando la ley no existe.

Por ejemplo, en un país en el que no dimite nadie, o casi nadie, es muy habitual que se exijan dimisiones, a pesar de que no hay ni una sola ley que obligue a dimitir, ni siquiera siendo culpable. Pero eso es lo de menos; ¡fulanito o fulanita, dimisión! es una cantinela de uso frecuente. Todavía resuena por las calles de la transición a la democracia el grito de ¡menganito, dimite, el pueblo no te admite! 

Sin duda hay preceptos que establecen la imposibilidad de ejercer determinados cargo en ciertas circunstancias, pero eso no es dimitir; la dimisión la lleva cada cual en su conciencia, si la tiene, y es muy distinta a la destitución.


Guillermo Fernández Vara, diputado del PSOE.
(Imagen publicada por teinteresa.es) 
En Extremadura se exige ahora que dimita Guillermo Fernández Vara, expresidente de la Junta de Extremadura, secretario regional del PSOE y diputado en el Parlamento autonómico. Desde el PP se pide su dimisión por las presuntas irregularidades que, durante su mandato como presidente del Gobierno extremeño, parece que cometió el equipo rector de FEVAL, la institución ferial extremeña, que nació como iniciativa privada pero vive y reina gracias al amparo del dinero público.

Si se confirman las presuntas irregularidades, por las que se ha detenido a los principales responsables de FEVAL, el asunto salpicará definitivamente a Guillermo Fernández Vara, que por acción u omisión -seguramente más por lo segundo- no cortó a tiempo comportamientos que todavía sólo son presuntamente delictivos.  ¿Y por qué debería haberlos cortados él? Porque era la clave de bóveda del entramado político regional, con poder sobre toda la administración extremeña, supermayoría absoluta en la Asamblea de Extremadura, ascendencia incuestionable sobre las diputaciones, de Cáceres y de Badajoz, y competencias sobre todo lo que se moviera o se moviese, aunque no le gustara o le gustase ejercerlas. ¿Pero de qué tendría que dimitir ahora Fernández Vara? Ya no es presidente de la Junta. ¿Tienen culpa los extremeños que le votaron y le dieron un escaño en el Parlamento autonómico de algo que ocurrió en la legislatura pasada para tener que perder al diputado que eligieron? ¿Debe dimitir como líder del PSOE? ¿Son culpables todos los militantes socialistas y tendrán que elegir a otro secretario regional?

Podría admitir su responsabilidad política en el caso, reconociendo que no se enteró de lo que ocurría, que de haberse enterado lo habría impedido, que procurará que nunca se repita, ni bajo su mandato ni bajo el de calquier otro, y que lamenta lo que pasó. Sin embargo, no parece muy lógico castigar hoy a unos ciudadanos por lo que ayer hicieron otros. Pero claro, si no hay ley que regule y obligue a la dimisión de un político de la oposición por presuntos comportamientos delictivos de otros políticos o altos cargos que estuvieron bajo su mando, ¿con qué legitimidad se puede pedir desde esa misma oposición que dimita un consejero y hasta un presidente de gobierno por no haber alcanzado las metas propuestas, por sospechar que no se alcanzarán o por simples conductas inapropiadas, ni siquiera delictivas, de sus subordinados? 

Pues eso es lo que se hace habitualmente. La oposición, cualquiera de ellas, se pasa las legislaturas pidiendo que dimitan los que están en el poder, pero no acepta, esa misma oposición, que desde el poder se pida la dimisión de sus parlamentarios.

En lo que coinciden, tanto unos como otros, es en no aprobar una ley que regule las dimisiones; y ya es extraño que actúen así, con lo aficionados que son todos ellos a legislar. Si no lo hacen debe de ser porque todos saben que una ley que les obligase a dimitir en determinados supuestos podría estallarles bajo el asiento en cualquier instante. Que una cosa es legislar y otra muy distinta pillarse los dedos.


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