martes, 12 de marzo de 2013

El código de rayas


José Joaquín Rodríguez Lara


En el crujir de dientes que está causando esta crisis, no pocas voces se lamentan de que España pierda toda una generación de jóvenes -la generación mejor preparada de la historia, dicen-, que tendrá sus primeras experiencias laborales, si es que llega a tenerlas, a una edad en la que ya debería estar transmitiéndoselas a la siguiente generación.

El mundo, la vida, es un sistema de ruedas dentadas y cuando, por la razón que fuere, una rueda pierde dientes, también pierde capacidad para transmitirle el movimiento y, por consiguiente, la evolución al resto del engranaje. Son los años negros, etapas en las que la sociedad no avanza y en las que, no pocas veces, hasta retrocede. En la historia hay bastantes periodos de este tipo.

Se habla de una generación de jóvenes sin empleo, sin experiencia laboral, sin cotización a la Seguridad Social, sin salidas, sin horizonte, sin protagonismo... El panorama resulta ciertamente desgarrador. Para todos.

Y encima, se ríen.
Pocas veces se tiene en cuenta, sin embargo, que este país va a perder toda una generación de jóvenes sin futuro porque ya se había encontrado con varias generaciones de empresarios sin escrúpulos y de políticos sinvergüenzas. El fenómeno empezó a ocurrir dos décadas antes de que estallara la actual crisis económica, durante los años de las vacas gordas, cuando miles de patronos y de ejecutivos -grandes, medianos y pequeños- cambiaron las reglas del juego, perdieron estilo, se ciscaron en su honorabilidad y pasaron en un pispás de producir bienes y servicios a especular con ellos para alterar el precio de las cosas y enriquecerse sin necesidad de producir. Ocurrió y sigue ocurriendo en todos los sectores económicos, si bien algunos resultaron más rentables que otros. Se pasó de la gerencia patronal a la injerencia empresarial, de la producción a la especulación, de generar riqueza a absorberla, anteponiendo la subvención a cualquier inversión, de pagar impuestos y hasta de intentar eludirlos a cobrárselos, a hacérselos pagar con premeditación y alevosía, a la administración pública, inventando empresas fantasmas y facturas falsas para convertir el dinero público, el patrimonio de todos, en un lucrativo negocio privado. Nunca había sido tan fácil robarle a todos con la complicidad de tantos.

Fue la edad dorada del pelotazo, el paraíso de gentes con poder y sin conciencia que amasó fortunas de la noche a la mañana gracias a una confidencia, a una amistad, a un puesto clave o, directamente, a una estudiada política de sobornos. El mundo de las empresas entró en ebullición, surgían y desaparecían como por ensalmo,  ya habían dejado de lucir nombres de vírgenes, de santos y de familias con apellidos y generaciones de tradición empresarial para camuflarse detrás de siglas y de rótulos en inglés, más difíciles de memorizar, que tienen la misma finalidad que las rayas en un rebaño de cebras: causar confusión.

A veces, la Justicia desenvaina el Código Penal, entra en la manada del código de rayas y alguna cebra paga sus culpas. Pero son tan pocas las condenadas que ni cambia el paisaje ni tampoco la conducta del rebaño. 




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