jueves, 6 de diciembre de 2012



Pasodobles en el Mercantil


José Joaquín Rodríguez Lara


Hay músicos que nacen, músicos que se hacen y músicos que se joroban.
Los primeros vienen al mundo con el do re mi fa sol debajo del brazo y cuando lloran, lloran melodiosamente. Son concertistas de cuna. Si las abuelas les hacen cuchi cuchi con el chupete, las criaturas consideran que el adminículo es una batuta y se arrancan por soleares. Son artistas a los que el destino les condenó a ser músicos desde el útero.
Los segundos se empeñan en ser músicos porque sí, porque, si no eres rico, en esta vida es muy difícil conseguir algo sin empeñarse. Son músicos de gimnasio y crían oído y gusto y tacto y vista y olfato musical a base de ejercicio: y uno y dos y uno y dos y otra vez más y uno y dos... El destino no quería que los segundos fuesen músicos, pero se han empeñado en serlo y al destino, que es un mandao, no le queda más remedio que aguantarse. Hoy en día, como hay tantas facilidades para todo, no se puede ser destino sin tener mucha resignación.
Los terceros no quieren ser músicos, por eso tocan el contrabajo, un instrumento que al oírlo nombrar te asusta, al verlo sales corriendo y si lo tocas te jorobas. Los contrabajistas jamás han querido tocar el contrabajo; ni el contrabajo, ni nada. Su destino era mirar como tocaban los demás, pero los mirados no tenían a nadie que tocase el contrabajo y dijeron, pues lo tocas tú, que no estás haciendo nada. La culpa no fue del destino, fue de los amigos del mirón; ellos tenían guitarras, teclados, saxos, bajos (y altos), oboes, sacabuches, violines, flautas traveseras, al del tambor y a un amigo cruzado de brazos. Esa fue la perdición del tercero, músico a su pesar, como el médico de Molière.
- No mires. Haz algo, tío, agarra el contrabajo por lo menos.
Y por no hacerle un feo a la peña, el pobre admirador descruzó los brazos y lo agarró. El contrabajo también puso de su parte, que conste. Creía él que ser contrabajista sería cosa de una tarde. Craso error. El contrabajista no nace así como así, pero tampoco se deshace con facilidad. Un contrabajista es para siempre. Como nadie quiere tocar el contrabajo, el relevo generacional es muy escaso. Para tocar la guitarra hay cola. Es un instrumento con gran capacidad de atracción entre el sexo de los demás. La guitarra genera una aureola de complacencia. Los sacabuches, no tanto, pero llaman la atención con sus movimientos de palomo en celo, los violines enamoran, los saxofones hipnotizan y el batería arrastra con su locura y su rusticidad. Pero la auténtica naturaleza del contrabajo se desconoce. ¿Es un violín gigante el contrabajo, es un rascacielos enano con antena y cuatro vientos que la mantienen en pie para que se agarre a ella King Kon? No se sabe. Y como el contrabajo es portátil, resulta una carga. Hasta para King Kon.
Los días de concierto, para acercarse a la barra del Mercantil con el contrabajo a cuestas hay que abrir un pasillo, tipo final de la Liga de Campeones, o no se puede recoger la copa. Y lo mismo pasa si quieres una cerveza. Pero si dejas el contrabajo junto a la batería, para tomar algo, casi seguro que te lo aporrean, se sientan encima y le saltan un ojo o le rompen una cuerda. El contrabajo resulta un engorro hasta encontrándose parado.
Termina el concierto, has ligado y tocas la armónica, pues te la metes en el bolsillo y a disfrutar de la noche. ¿Pero en qué bolsillo te metes el contrabajo? Si es que estás con el ligue y aquello parece un trío, la reedición de un noviazgo con carabina, como los del siglo pasado.
- Hola Tania, yo me llamo Pedro y él se llama contrabajo. Discúlpale que no salga de la funda. Es que es muy tímido. Como es gordo, pues eso.
Es verdad, hay que reconocerlo: el piano pesa más. Pero es que el piano no tiene funda con cremallera ni asa ni es portátil, aunque tenga ruedas. El piano se queda en el escenario mientras el pianista habla con los camareros y nadie se lo lleva. El piano no es un instrumento musical, es un armario, una caja de música con tapas y llaves que las cierran. El piano está en casa o en el conservatorio o en el escenario, pero está, no hay que llevarlo. Y si hay que llevarlo, lo descarga el batería, que para eso va siempre en manga corta.
Pues el contrabajo, no, el contrabajo es la sombra del contrabajista. Lo que la fatalidad ha unido que no lo separe el hombre. Cuando el contrabajo está en el escenario, el contrabajista parece su pareja de baile. Le pasa el brazo por la cintura; le acaricia la melena que se riza en el voluptuoso clavijero y le cae muy tersa por el mástil; arrima la cara a su largo y torneado cuello; pone los cinco sentidos en el alma del instrumento; silabea las notas una por una y lo hace girar y girar y girar como si ambos bailasen un pasodoble torero. Es la suya una relación misteriosa. Entre el contrabajo y el contrabajista debe de haber algo más que amistad y respeto: se quieren, de lo contrario no se aguantarían el uno al otro.
El escenario del Mercantil es una tarima de madera y el contrabajista de esta noche toca descalzo, como una Édith Piaf de pelo en pecho. Me dice que así comparte mejor las vibraciones de su pareja. Emociona escucharle. Lo suyo sí es romanticismo y no chuparle el cogote al saxofón o darle una paliza a la batería.



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