sábado, 8 de diciembre de 2012


Obra de José Joaquín Rodríguez Lara
ganadora del certamen Cuentos Lena, 
de Pola de Lena (Asturias), en su apartado internacional, el año 1981.


La casa al borde del camino


José Joaquín Rodríguez Lara



El llanto interminable del polvo se esparce sobre el suelo y las paredes, sobre las lajas del hogar y los vidrios opalescentes del ventanuco, sobre los objetos que pueblan el anaquel y hasta en las más ocultas galerías horadadas por la carcoma. Están mis ojos secos, vacíos, con un amarillo del limón exprimido, y me zumba en los oídos el balanceo quejumbroso del tejado. Toda la casa parece encallada en mil siglos de olvido. Qué más da. Qué importancia tiene ya el tiempo; qué nos importó jamás. Esta piel suavísima, desparramada en oleadas sucesivas de silencio, capa sobre capa, grano contra grano, idéntica en su perfección al cutis almibarado de las muchachas, esta pieza de raso moldeada con la misma jugosa existencia que la carne virginal de la cebolla, esta plegaria de polvo que encierra los recuerdos en cofres invisibles, este lujoso cendal que empantana los minutos hasta volverlos locos y hacer que pierdan su inmutable camino, esta precipitación estelar... Es una tolvanera irrefrenable, un mar de piadosa ceniza el que repta sobre las baldosas del suelo y trepa por las paredes de cal y de madera y queda prendido en las telas del techo, inmóvil como un murciélago de lino. Quedaremos, al fin, atesorados bajo el polvo, larvados en esta lluvia misericorde que desciende lentamente y me deshace las coyunturas de los huesos y me brota el miedo en chorros invisibles. El miedo, el miedo que me causa espasmos; el miedo siempre que intento deshilar esta cutícula finísima que tapiza y absorbe toda remembranza y se hunde en la carne de cada cosa y las habita por dentro y por fuera; el miedo bañando cada ángulo, cada trozo del universo en el que dos ojillos, pequeños y lanceolados, higos silvestres, se remansaban con el juego cotidiano de mirar una y otra vez el humo de la chimenea, el tazón de loza desportillado, la chapa pulida del chisquero, los cajones vacíos y el silencio empapado por los rincones. Es el miedo que se atrinchera dentro de mí; que se hace otro yo bajo mi piel; que me aherroja la voluntad con correas y bozales infinitos; que lastra mi rebeldía y la hunde en el aguamanil hasta que perece diluida. Maldito miedo que me impide atarazar el polvo y destazar los cristales y soterrar la casa hasta poner en carne viva la raíces de las sombras que alberga. Que extraño es todo esto; que sorprendente resulta descubrirse cualquier día invadido por una mano desconocida que nos agarra el aliento.  Y, sin embargo, ¿quién me ha dicho a mí que me ahoga el pavor? ¿Cómo sé que estoy aterrorizado si es la primera vez que me veo así? ¿Por qué razón he descubierto de repente que existe el misterio y el miedo al misterio y las palabras que te inundan y te obligan a masticarlas, a rumiarlas, a desmenuzarlas en un discurso inexplicable, subterráneo, lánguido como el cloqueo de un reloj en la oscuridad? Algo no ha sido lo suficientemente olvidado para exponer públicamente su exacta explicación. Y aquí estoy yo embarrado en el miedo, paralizado por el temor a que un simple gesto le inflija una herida mortal a los recuerdos y su vida, sostenida por un apósito de telarañas, se escape en una hemorragia sin final.  Porque aquí están, enquistadas bajo sedas y tules que se diluyen en el viento, toda la soledad y toda la tristeza tejidas por los gusanos en los rincones de su corazón. Y están aquí, todavía, sus palabras; aquí lo retazos de un monólogo infinito al que yo asistía aguzando las orejas y usando los ojos como esponjas para empapar hasta el último de los significados. "Confite, algún día, sólo las cosas notarán que nos hemos ido". Lo recuerdo muy bien y, además, ¿cómo podría haberlo olvidado si todo está aquí? Aquí aún. Basta dar un paso, golpear una tabla o una baldosa, para que salgan de la rendijas trozos de frases, olorosas a traje antiguo depositado con esmero y con olvido en un precioso baúl. Aquí estuvo siempre todo y, a pesar de ello, han debido pasar docenas de trenes, miles de ruedas, incontenibles chirridos de acero doliente y no sé cuántos días y cuántas estrellas velando el sueño para comprender lo que me quiso decir, para darme cuenta de que el silencio se ha sentado a descansar bajo las tablas del techo. Seguramente el aire del llano huele hoy a sudor de jara y a cirio derretido y los viejos que compartieron con él la algarabía de los juegos y el sol de los caminos sentirán que sus huesos se estremecen como las contraventanas de una abandonada mansión repentinamente rotas por el vendaval. "Confite, algún día, sólo las cosas"...

Quizás haya dormido siglos enteros. Siento la cabeza pesada y repleta de ecos extraños y la sed y el hambre me desgarran con sus arañazos. Parece como si se hubiese desatado dentro de mí un enjambre a la búsqueda de nueva colmena. Mis músculos están rígidos y húmedos mis huesos, pero creo que ya estoy mejor, a pesar de que me siento tan débil como si me hubiesen golpeado con un cintero durante el sueño. ¡Ah!, si pudiera dejar de recordar..., si consiguiera parar este río de imágenes que me machaca los párpados... Él vivía así, sin quererlo; empujado desde atrás, lo mismo que giran las muelas del molino impulsadas por el agua. Ni siquiera me dijo su nombre. ¿Para qué? ¿Acaso podía yo nombrarle? ¿Por qué tanto empeño en bautizarlo todo? Me llamaba, Confite y yo me acostumbré, lo mismo que me había ocurrido otras veces. La casa se me hizo familiar y, sin advertirlo, conseguí aprenderme su historia y la historia de cada una de las cosas que guardaba. La hicieron con la columna vertebral tendida junto a los hierros de la vía, que siempre le pareció la osamenta de una culebra grandísima de la que jamás hombre alguno supo decir dónde tenía la cabeza y en qué sitio la cola. Vinieron hombres del norte, grandes y colorados, y plantaron los gruesos travesaños de manera. Después atornillaron los raíles al suelo y trajeron cal y más tablones y, en poco tiempo, levantaron una caseta con los ojos hechos al balanceo del llano y los años crujiéndole en los huesos casi desde el principio. Cuando él llegó estaba recién pintada de ocre y amarillo. Llegó solo, escondido detrás de sí, pero sus miembros asoleados desde el vientre materno, sus ojos nacidos para la distancia, su pelo esmerilado por la luna, su mueca de melancolía, bastaron para cambiar el rumbo del paisaje. Al abrir la portezuela del vagón sintió el azote del mediodía. El hierro temblaba bajo sus pies, arrugado en dos peldaños. Unos pasos y la leve escalera quedó a sus espaldas. Inmediatamente la sintió alejarse. La casa semejaba un buey inmóvil que padecíera la sequedad del llano. En un lugar inconcreto, disueltos entre los mátojos, descubrió los restos de una vieja tapia y la sombra maldita del enorme eucalipto que se eleva a su lado, fantasmas últimos de un soñador frustrado que quiso poblar de verde el vientre estéril de la tierra. Palpó con la vista el trecho de línea que se le había encomendado y, durante un buen rato, la mantuvo clavada en los extremos, donde los hierros desaparecían absorbidos por el horizonte. Lo miró todo, una y otra vez, y se dispuso a olvidar. Con irregular periodicidad le llegaba el cajón de las provisiones remitidas desde la oficina comarcal de la compañía ferroviaria. También de esto se olvidaron. Después llegué yo. Me habían apeado, casi con odio, del último mercancías. Aún le agradezco que me cuidará sin interesarse por el origen de mis heridas. El silencio es a veces el mejor consuelo. Luego, cuando ya correteaba por los alrededores, no quise marcharme. Me había acostumbrado a su tos de madrugada y a la cabeza incandescente de su cigarrillo reflejada en el pulido cutis de los rieles.  Me sentía feliz. El tiempo era entonces una sucesión de instantes inarticulados, una pieza enteriza; quizás debido a que sólo nos quedaba esperar aunque, en el fondo, no esperásemos nada. "Confite -me decía- siento como si viviésemos en un lugar vacío, sin suelo ni retamas ni nada. En un sitio en blanco". No le herían ni las horas ni las fechas. Ocupaba un hueco fuera del espacio, un recinto invisible habitado solamente por él. Su eternidad no consiguieron romperla ni los bramidos blanquecinos de las locomotoras. Al principio había que vigilar el paso de los convoyes con el mismo amor que el llanto de un niño enfermo. Asomaban la cabeza por los bordes del llano y desaparecían entre el polvo como enormes culebrones negros que huyeran de un incendio ingobernable. Mucho antes de que la casa se dibujara con perfecta nitidez en los ojos de los maquinistas, se abrían las espitas de vapor y los trenes anunciaban su presencia con previsora e inútil anticipación. Aquellas llamadas imitaban lejanos mugidos de vacas que buscaran a sus terneros. Nada había más innecesario. Quien conoce el parpadeo de todas las estrellas, por haberlas oído respirar noches enteras, no necesita toques de atención. Cruzaban ante la casa lamiendo el polvo con su vientre agusanado. Así, día y noche, para arriba y para abajo, sin reparar en sus ojillos de higo silvestre, ni en sus labios cerrados sobre las palabras, ni en su corazón a la deriva, como si una mano misteriosa se le hubiese introducido en el pecho y lo hubiera desabrochado poniéndolo a merced del temporal; de otro huracán impensable y desbocado, parejo a la tormenta de polvo que inunda su cuerpo y el mío. Es el fin. Me siento desgajado. Mis miembros han huido y ya no me responden. Mis propias patas me encadenan. Si al menos pudiera aullar, si la luz que me destroza el cerebro con destellos de vidrio afilado pudiera salir al exterior y escribirse en el aire como la ropa en un cordel... Si pudiera convenceros de que os habéis olvidado a un hombre bajo el polvo porque ya no os servía y dejasteis de usarlo, simplemente por eso... Si fuerais perros como yo y, tendidos junto a él, notaseis el peso del polvo sobre los párpados... Si un chucho, mil veces apedreado, pudiera obligaros a compartir la muerte del hombre que os ofreció su eternidad entera... Si alguien quisiera oír mis palabras de perro... Pero ya ves que es inútil Confite, porque algún día, cualquier día Confite, cualquier día, sólo las cosas sabrán que nos hemos ido. Lo sabrán el viento y la arena y las briznas de hierba y de cíelo que arropan nuestros cuerpos. ¿No lo comprendes, Confite? Es el polvo. Es el polvo que viene a abrazarnos. Es nuestro fiel sepulturero. ¿Qué importa el olvido si nadie quedará jamás desnudo sobre la tierra mientras el polvo anide allí donde estuvo el hombre? ¿De qué sirve gritar, Confite, si algún día lloverán flores del mar y nos empaparemos con trozos de algodón y piedras de colores, más suaves y mullidas que pisadas de gato? ¿Para qué preocuparse si tienen que crecer retamas en el carámbano de las charcas y musgos en el humo de las chimeneas y los lagartos azules y los pájaros de cristal ocultarán sus unidos entre los pliegues de las sábanas? Déjalo ya, Confite, duerme. No interrumpas más la tibia oración del polvo. Duerme, Confite, duerme.



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