sábado, 26 de febrero de 2011


Palabras de sangre

José Joaquín Rodríguez Lara


HAN pasado varios días, muchas horas y miles de noticias -una eternidad en periodismo-, pero no logro quitarme de la cabeza a una niña que sale de la cama, sobresaltada tal vez por el ruido o por la rutina, entra en la cocina de su vivienda para desayunar, antes de irse al colegio, y se encuentra a su madre bañada en sangre.

Me impresiona la muerte de esta mujer, víctima de la violencia machista. Me preocupa que, en lo que va de año, -hasta el miércoles pasado- hayan perdido la vida trece mujeres, nueve más que en el 2010 por estas fechas, a causa del terrorismo doméstico. Me indigna que no seamos capaces de encontrarle una solución a esta horrible sangría. Pero, sobre todo, me espanta, me aterra la inocente frialdad de esa niñita de cinco años que, tras ver el cuerpo ensangrentado de su madre, se fue sola al colegio, para buscar amparo y anunciar la tragedia: «Mi madre está muerta. La ha matado mi padre».

Es terrible, resulta atroz escribir y leer estas palabras. Ningún profesor con dos dedos de frente las pondría en el encerado para analizarlas sintácticamente. Entonces, ¿cómo puede estar preparada una criatura de tan solo cinco años para pronunciar esas nueve palabras de luto, esos nueve golpes de sangre? ¿Cómo ha podido un angelito de cinco años comprender lo ocurrido, asumir la situación y decidirse a contarlo de forma tan 'normal', como si no le extrañase? ¿Con qué sopa de actos violentos -reales, de ficción, gratuitos, de pago, lejanos y dolorosamente familiares- amamantamos a esta niña y a tantos niños como ella?

Montse, española, de 44 años, vivía en Reus (Tarragona), y tal vez tuvo fuerzas para llamar a su hija y explicarle lo que le habían hecho, para que la cría pidiese socorro. O no. Es posible que la niña, alertada por los ruidos, se levantase de la cama y viera con sus propios ojos el homicidio. Pero tal vez no vio nada. Hasta cabe la posibilidad de que se lo contase el compañero de la fallecida, un suramericano de 34 años, al que inmediatamente se comenzó a buscar, como sospechoso del crimen; o tal vez a la niña se lo dijo su medio hermana, de 15 años, fruto de otra relación de Montse e, incluso, pudo enviarla al colegio otra persona. Me da igual. Son circunstancias importantes para la investigación policial y la actuación de la maquinaria judicial, pero ninguna de ellas mitiga la conmoción de saber que una niña de solo cinco años interioriza la muerte a cuchilladas de su madre hasta el punto de anunciarla tan claramente: «Mi madre está muerta. La ha matado mi padre».

¿Qué nos está pasando? ¿Cómo es posible que no encontremos una solución para una epidemia más nauseabunda que la misma peste bubónica? Tenemos leyes, que castigan específicamente la violencia doméstica, y prevención policial, que trata de evitarla, y repulsa social, que la condena, pero el problema sigue creciendo. El compañero sentimental de Montse fue condenado en el 2006 por maltratarla, y otra vez en el 2010 por incumplir una orden de alejamiento, pero se habían reconciliado y vivían juntos. Fuera o no fuera él, la locura los ha separado para siempre. ¿Qué se rompe dentro del corazón, o en el cerebro o en la vesícula biliar, para que las mismas manos que se prodigaron en caricias abran boquetes de muerte en la frágil piel de la vida?

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