miércoles, 28 de noviembre de 2012


Mucho tiempo después, en el Mercantil 


José Joaquín Rodríguez Lara


Nacieron con pocos días de diferencia y siempre habían vivido relativamente cerca, pero se conocieron muy lejos. En la Universidad.
- En mi piso hay una cama libre y si quieres...
Y así, sin haber sido nunca amigos ni habérselo propuesto se hicieron inseparables. Compartieron habitación, pitillos, lecturas, canutos, el poster del Che, comida, borracheras, amores y supersticiones.
- Es un talismán, no falla. Escondí las sillas en la bañera, como siempre, y tuvo que sentarse en tu cama. Cruzó las piernas, así, como los indios, y me temí que fuese una estrecha, pero el colchón empezó a trabajar y a trabajar…; se quitó los cascos, le acaricié el pelo, la oreja… Joder, que ya tenía en la mano el supositorio ese que sirve como de píldora cuando llegas y me la espantas. ¿Pero tú no habías quedado con una tía de Aluche?
Estaban tan hechos el uno para el otro que hasta coincidían en los planes fallidos y una vez más se pasaron la noche en blanco, contándose, de almohada a almohada, lo que podía haber sido y no fue.
Aquel 14 de abril les atrapó en la calle Princesa. El aniversario de la proclamación de la Segunda Republica había dejado vacías las aulas y los universitarios se apelotonaban entre Moncloa y los aledaños de la Plaza de España. Había banderas republicanas, pasquines incendiarios con hoces y martillos y también alguna que otra pancarta. Al fondo, entre el humo, se adivinaba la muralla gris de los cascos, los escudos, los uniformes y los vehículos con cristales enrejados. Princesa parecía un mar de plomo dispuesto a tragarse los arcoiris tricolores y las arengas libertarias. Los fusiles escupieron las primeras pelotas y los botes de humo embadurnaron el aire. Uno les cayó entre los pies. Nacho quiso devolvérselo a los grises, que avanzaban en bloque, de acera a acera, como una pala excavadora, pero se quemó los dedos y Manolo pateó la lata que, del puntapié, se alojó en la masa policial.
- Corre, tío, corre.
Doblaron la esquina para escapar y se encontraron de frente con los caballos, que aceleraban el trote cuartelero calle arriba. ¿Hacia dónde huir? Los porteros habían cerrado con llave el acceso a sus edificios y contemplaban la represión con la cara pegada a los cristales. La calle se había convertido en un callejón sin salida. Arriba, en Princesa, sonaban ya las sirenas azules de los furgones policiales que se llevaban a los primeros detenidos y por abajo, avanzaba la caballería con las fustas en la mano decidida a molerlos a golpes.
Intentaron esconderse, pero fue inútil. “Allí, entre los coches”, apuntó una mujer que, como muchos otros vecinos, contemplaba la carga policial desde los balcones. Manolo fue arrastrado por los pelos hasta que perdió pie y quedó tendido en el asfalto, doliéndose. A Nacho le cuadricularon la espalda a golpes de cachiporra y aquella noche tuvo que dormir sin la camiseta del Che y boca abajo. Pero ambos revolucionarios debieron de parecerles poca cosa a los agentes y no les detuvieron. Un lástima, porque aquel fue “su bautismo de sangre”, su inmersión en la causa y cada uno de ellos sigue considerando ese 14 de abril la fecha de su incorporación “con todas las consecuencias” “a la lucha por las libertades y la democracia en este país”. Nacho todavía se busca los verdugones de la espalda cuando cuenta lo de su camiseta del Che Guevara.
Terminó el curso y volvieron a casa. El verano fue un paréntesis en su relación. “A ver si quedamos”. Se volvieron a ver la primera semana de octubre, en Madrid. En el bar de abajo. Ya no lo llevaba el Segoviano y, en lugar de morcillas de arroz y de cebolla calentadas en el microondas, servían emparedados de jamón y queso. El piso sí estaba igual que lo dejaron. Algo más pequeño, algo más sucio, algo más caro y algo más viejo. Sortearon el talismán ­-“Cara”. “Joder, que potra tienes”- y le tocó a Manolo. Buscaron a las amigas del curso pasado y a las amigas del nuevo curso y todavía no había terminado el primer trimestre cuando Manolo tuvo que dejar la Universidad.
-Y ahora, ¿dónde encuentro yo a alguien que pague la mitad de la habitación?
-Consuélate, Nacho. Al menos recuperas el talismán.
-Eso sí, la cama es mía y a partir de hoy en esta habitación quedan prohibidos los sorteos, que el juego es un vicio burgués de mierda. ¡Temblad, nenas, temblad!
Desde entonces no habían vuelto a verse. Manolo se hizo cargo del negocio familiar y poco a poco fue llenando el hueco que había dejado su padre. Nacho no era un buen estudiante, pero siguió con los libros y terminó la carrera con un brillante expediente policial. Estuvo un par de veces en la DGS –la segunda de ellas a punto de recalar en Carabanchel–, y cada 14 de abril y cada 1 de mayo le dejaban estar un poco más cerca de la pancarta que abría la manifestación.
Esta noche, después de muchos años, han coincidido en el Mercantil. Manolo se acerca los jueves, que hay concierto, y se toma unas cervezas con gentes a las que conoce desde siempre. La mayoría son ‘del comercio’, como él. A Nacho le han llevado. Vive en otra ciudad y las obligaciones no le permiten este tipo de alegrías. Lleva años embutido en su uniforme de traje y corbata, sin bajarse del coche oficial, y su nombre suena como firme candidato a ocupar una consejería, pero esta noche había un acto sobre derechos humanos en el Colegio de Abogados y, al terminar, se ha dejado arrastrar hasta el Mercantil, que está a la vuelta de la esquina. Enseguida le han hecho un hueco de indiferencia en la barra y un par de conocidos se han acercado a darle la coba que corresponde darle a un director general. Manolo no se ha dado cuenta de que Nacho estaba allí, pero ha visto a Raquel, la abogada de la asociación de autónomos, y al acercarse a saludarla se ha quedado cara a cara con su antiguo compañero de piso.
- Hombre Manolo, no te había reconocido. ¿Cómo estás? Como siempre, ¿no? No se me olvidará nunca el día que los grises te arrastraron por la melena. ¿Te acuerdas?
- ¿Cómo podría haberlo olvidado, don Ignacio? Se me ha caído el pelo, pero no la memoria y aún conservo todos los ideales. Siguen aquí dentro, que es lo que importa. Yo tampoco te había reconocido; estás…, tan elegante. ¿Duermes todavía con la camiseta del Che, Nacho?

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