domingo, 11 de noviembre de 2012

De burros, sabios y tontos


José Joaquín Rodríguez Lara


La burrina de tía Felisa era rucia, mansita, pequeña, peluda y suave, pero no se llamaba Platera ni tenía nombre conocido. La llamábamos la burra; así, a secas. Era una burra sabia. Sabía poco, pero lo poco que sabía se lo sabía muy bien. Me convencí de ello el primer día que tía Felisa nos la prestó. Mi madre quería que fuésemos al cortijo de Los Cabezúos, al otro lado del arroyo de Hinojales, a comprar verduras y quizás algún huevo. El Hinojales es un arroyo manso, pequeño, que se desliza suavemente por los llanos de Herrera y La Cocosa acariciando hierbas y florecillas, como Platero. Pero cuando al Hinojales se le hinchan las narices, y se le hinchan con bastante facilidad tanto en otoño, como durante el invierno y en el arranque de la primavera, las aguas reclaman el terreno que es suyo, se extienden sobre los campos y cortan carreteras y caminos, sin respetar urgencias ni conveniencias ajenas. Mi madre lo sabía muy bien y la burrina de tía Felisa, mucho mejor.

-Isabelilla, tú no te preocupes. Te montas en la burra con el Joaquinito y ella te llevará a Los Cabezúos.

-Pero, ¿por dónde cruzamos el arroyo, tía Felisa? Con tanta agua como lleva todavía, lo mismo hasta tenemos un percance.

-La burra se sabe el camino y las ‘paseras’; ella os llevará por sitio seguro.

Y así fue. Pusimos a la burra mirando hacia el Poniente, nos encaramamos sobre el aparejo, mi madre dijo ¡arre! y la burrina se puso en marcha. No hubo que decirle nada más ni tampoco tuvimos que reconducir su andadura tirando del cabresto, que entonces todavía no se llamaba ronzal. Sin aflojar ni apretar el paso en ningún momento, la burra de tía Felisa tomó el camino de las Tres Fuentes, costeó las aguas crecidas del Hinojales, se metió entre las juncias, espadañas y tamujas, atravesó la corriente y se paró en la puerta del cortijo de Los Cabezúos.

Y allí estuvo el animal, sin moverse durante dos horas largas, hasta que, con las hortalizas ya pagadas, subimos de nuevo sobre su lomo y mi madre volvió a ponerla en marcha: ¡arre! Entonces, la burra deshizo lo andado y, sin un titubeo ni un resbalón ni una espantada ni un rehúse, cruzó las aguas del Hinojales y nos llevó de vuelta hasta la puerta del chozo de tía Felisa, en La Cocosa.

Repetimos este viaje varias veces en dos o tres años y también fuimos a Valverde de Leganés, a por los avíos, ‘an ca Julián’, cuyo comercio estaba en el Llano Lagar. Para ir a Valverde bastaba con poner a la burra mirando hacia el Naciente y decir ¡arre! Ella se sabía las veredas, los caminos, la carreterilla y la carretera y conocía el tranco más recomendable para cada ocasión, tanto a la ida como a la vuelta.

Me he acordado de la burrina de tía Felisa al remover en unos cajones y encontrar, perdido entre papeles, el GPS que me compré harto de sufrir cada dos o tres meses las inclemencias del tráfico madrileño. Mi navegador GPS no es un Tom Tom, pero es primo hermano suyo; y más tonto todavía. A principio era divertido: “a—dos-cientos – metros—gire a la derecha,----gire a la derecha”. En aquel tiempo yo escuchaba a mi GPS con devoción; le admiraba, le obedecía, le compré mapas y lo actualicé, le cambiaba el idioma, le hacía trampas… “recalculando, recalculando”. A cambio de mis desvelos, el GPS me enseñó el mundo mostrándome paisajes desconocidos para mí, pues se empeñaba en llevarme por carreteras de muy poco tránsito, en ocasiones de casi ninguno, que a veces ni siquiera venían en los mapas de carreteras impresos en papel.

Mi relación con el navegador empezó siendo un entretenimiento y se convirtió en una tortura. El día que rompí con él me sentí profundamente liberado. Ahora el trasto está en desuso, guardado en un cajón, y yo me he convencido de que no hay en el mundo un GPS que iguale en buenos modales, conocimientos, firmeza de criterio y seguridad a la burrina de tía Felisa. ¡Arre, tontón, arre!

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