domingo, 18 de noviembre de 2012


Cuando una mujer dice no

José Joaquín Rodríguez Lara


Los ojos son poesía, la boca, sensualidad, en las manos hay destreza y elocuencia, y en las orejas, ¿qué hay? ¿Para qué sirve una oreja? ¿Es el gancho en el que se cuelgan las gafas y los audífonos, la repisa que sostiene el lápiz del carpintero y al pitillo que hace antesala, a la espera de ser recibido por la boca? ¿La oreja es la antena parabólica del oído, el pendón arrugado que sirve de enganche a los sonidos? Antes, al menos, era carne de martirio y argolla de los pendientes y arracadas, pero ahora que los pirsin, que no son sino pendientes deslocalizados, taladran la boca, las cejas, la nariz, el ombligo e incluso otros enclaves más recónditos, ¿han perdido cuota de utilidad las orejas? Hay quien todavía las ve como soplillos, o como simples agarraderas; las asas de la perola las llaman, quizá porque, hasta el siglo pasado, España funcionaba a base de carbón y las madres y los maestros agarraban por las orejas a los muchachos traviesos para devolverlos al redil. Pero esos modos ya no se estilan; si acaso serán los mostrencos quienes arrastren por las orejas a madres y profesores para corregir su tozuda incomprensión.
Algunos indicios señalan que la oreja pudiera haber tenido una función relevante en el pasado. En el fondo, allá en el lóbulo, la oreja conserva un poso de erotismo, una pizca de lascivia capaz de despertarse ante una gota de perfume o una sutil caricia. Pero parece demasiada carne para tan ocasional cometido. Los prestidigitadores sacan de las orejas huevos, naipes, monedas, pañuelos y hasta palomas, así que tal vez tengan capacidades ocultas -las orejas- y las estemos pasando por alto. Con las cocochas, que vienen a ser las orejas de la merluza y del bacalao, ocurría algo parecido: nadie las apreciaba hasta que alguien las puso en un menú de cinco tenedores y hoy son consideradas manjares exquisitos. Pero comer la oreja no es comer, sino que es el prólogo de un engaño: empiezan comiéndote la oreja y te la terminan mojando. Y no es que te la mojen para plancharla, porque planchar la oreja es dormir y pegarla, escuchar las conversaciones ajenas; como abrirse de orejas, pero sin que te vean.
La oreja que más se ve y la que más se vitorea es la oreja del toro bravo. El diestro temerario le come la oreja al toro –a veces le come hasta el pitón- y no es que se la moje, es que se la corta después de hacerle pasar una y cien veces bajo las telas del engaño. En el reglamento taurino, la primera oreja la da el público y la segunda acostumbra a racionarla el presidente, que suele ser un policía con vocación de madre y ya se sabe que las madres tienen una incurable propensión a fiscalizar las orejas de sus vástagos. Así que una oreja puede valer por dos. No depende del toro ni del torero ni de la faena ni del público ni siquiera de la presidencia, depende de la plaza. Como lo oye. Por eso vale más una oreja en Madrid que dos en Albacete y un solo apéndice en esa Maestranza de abril invadida por los japoneses que dos orejas y el rabo ganados en buena lid ante la Santísima Virgen de Carrión -a la que la afición le viene de muchísimo más lejos- en su coso de Alburquerque.
Los taurinos aprecian mucho una oreja de ley, una oreja ‘de mérito’. En un festejo celebrado en Salvatierra de los Barros (Unión Europea), un presidente indocto y descreído cedió a los aplausos del público guasón y le concedió dos orejas al torerillo. El becerrista recibió los dos trofeos con gallardía y respeto e, inmediatamente, con tanta ira como vergüenza torera, tiró al suelo uno de ellos enarbolando el otro muy ufano mientras daba la vuelta al ruedo. Y es que los taurinos que se precian de serlo desprecian las orejas regaladas.
Sin embargo, parece que a los no taurinos les place que les regalen la oreja; a pesar de que es lo más parecido a comérsela, disfrutan con los elogios, sean sinceros o interesados. El regalo de oreja más famoso es el que hizo Vincent van Gogh. El artista se cortó con una navaja el lóbulo de la oreja derecha, lo envolvió en un paño y se lo entregó a una tal Rachel que trabajaba en un prostíbulo. Muchas personas consideran que fue un rasgo de locura, pero tratándose del lóbulo y no de la oreja entera, tal vez solo fuese una pizca de honesto arrebato erótico, una satisfacción de servicios sexuales ya prestados y aún no prescritos. ¿Por qué le regaló parte de la oreja y no alguno de sus famosos ‘girasoles’, por ejemplo? Pues porque el artista tal vez quisiera a Rachel con locura, pero no estaba loco. En aquel momento, navidades de 1888, su pintura era muy poco valorada; Van Gogh vendió tan escasas pinceladas en toda su vida que subsistía gracias a la ayuda de Theo van Gogh, su hermano menor, que le daba dinero con frecuencia. Seguramente se lo daba para que le pagase a Rachel, pero Vincent se lo gastaba en lienzos, acuarelas, pinceles y otros caprichos plásticos. En cualquier caso, que el inquilino de la Casa Amarilla le regalase media oreja a la mujer del burdel tuvo una indudable repercusión artística. Van Gogh, que para ahorrar en modelos se hizo 27 autorretratos, se pintó varias veces desorejado y, muchos años, después, en el norte de España, surgió un grupo musical llamado ‘La oreja de Van Gogh’. Este conjunto alcanzó cierta fama, mas no tanto por su música como por su oreja, más tarde conocida como Amaia Montero, que, como la propia oreja del artista, terminó separada de los demás miembros. Cuando ya no era la oreja de Van Gogh, Amaia Montero hizo oídos sordos a las conveniencias sociales y escribió un ‘tuit’ que decía: “A veces cuando las mujeres dicen ‘no’, solo quieren ver de (sic) lo que serias (sic) capaz de hacer por ellas”. La chocante  reflexión auricular originó tal revuelo que a Amaia Montero todavía deben de estar zumbándole las orejas, esas protuberancias cartilaginosas que, al estar situadas a medio camino de la nada, en tierra de nadie, no tienen ni el prestigio del cráneo ni la prestancia de la cara.
Entonces, ¿para qué sirve regalar la oreja? Sinceramente, no lo sé. Y llegado el caso, sería preferible venderla; quizás uno se sintiese asquerosamente materialista e interesado, pero al menos no temería infundir sospechas de adulación o de cualquier otro engaño.


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