martes, 9 de octubre de 2012

Voces de color

José Joaquín Rodríguez Lara


Con siete años era un niño prodigio, con dieciséis, un joven virtuoso, a los dieciocho, una gran promesa y a los diecinueve, cuarto y mitad de músico. La guillotina del taller de encuadernación en el que trabajaba a deshoras, con la esperanza de poder costearse unas lecciones de perfeccionamiento en Milán, le hizo rodajas la mano diestra mientras tamborileaba distraídamente el bolero de Ravel sobre un rimero de folios. Fue terrible. Pasó directamente de interpretar a los clásicos a empeñarse en plagiarlos. Durante varios años se hundió en la composición de piezas difíciles de valorar. Nadie las quería. 
Finalmente estrenó su ‘Opus número 13, serenata para una mano’. La izquierda. El concierto tuvo lugar en la famosa Sala Mercantil, de Badajoz, y fue todo un éxito. El público, embebido en las copas y absorto en las conversaciones a pie de barra, ni siquiera cayó en la cuenta de que al pianista de aquel viernes le faltaba una mano. Esa noche conoció a Olga. Se presentó ella misma. “Me llamo Marifé”, dijo la joven, “y estudio segundo de piano”. Olga, de nombre artístico Marifé, le dio con creces lo que él necesitaba: una mano diestra para cabalgar el teclado, y otra, ‘La Sorda’, para pasar las hojas de la partitura. Fue una etapa de fecunda colaboración entre ambos artistas. Él empezó a componer nocturnos, marchas y adagios para dos manos dispares, y ella se quedó embarazada. Varias veces.
Lo dejaron cuando el saxofonista de color Never White, natural de La Martinica y bastardo de un predicador protestante, a pesar de apellidarse blanco, reclamó la paternidad de las tres estrellas que Olga había alumbrado entre marchas, nocturnos y serenatas precedidas de arrebatados adagios. Sin duda, Olga había sido pervertida por Marifé, la artista ambidiestra a la que el pianista manco le permitía cualquier cosa con tal de que le dejase tocar en paz.
Desoyendo las airadas protestas de su progenitor, Never estaba empeñado en montar un cuarteto de voces negras, o al menos mulatas, como él, en la capilla que el padre White regentaba en la quinta de Santo Antonio, ferigresía de Los Reguengos, esquina a Monsaraz. Para escarnio del pío arrepentimiento paterno, el rastro de tan familiares pecados había guiado a Never hasta el resignado corazón de Portugal. El saxofonista mulato tenía olfato de pistero africano y nunca perdía un rastro de sangre. Sobre todo si la sangre era propia.

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