martes, 23 de junio de 2009

Peligro, abanico


José Joaquín Rodríguez Lara


HAY personas muy distantes, como los esquimales; y otras que son muy frías, como los esquimales, que gastan abrigo hasta en verano. Y también las hay muy raras, como los esquimales, que construyen las casas redondas para que sus perros no se acerquen a las esquinas, en vez de colocar botellas de plástico llenas de agua, como hace todo el mundo, o echar un buen chorro de lejía, que desinfecta lo suyo. Por lo demás, los esquimales -entre los que están los inuit de Groenlandia, que van camino de la autonomía y pronto serán independientes-, son personas extraordinariamente generosas y propensas a compartir con el viajero el iglú, la carne de la foca y hasta su mismísimo calor humano. El frío y, seguramente también el desamparo, ha forjado su carácter solidario.

¿Cómo no ofrecer ayuda a quien intenta sobrevivir en el hielo? Y ¿cómo no ayudar a quien se obstina en vivir sobre la arena?

Los beduinos y demás habitantes del desierto, también suelen ser muy hospitalarios. Si no están en guerra contigo te acogen en sus jaimas, te ofrecen té, comparten su comida y no te dan más calor humano porque ya hace bastante flama incluso fuera de la tienda.

Tanto el frío como el calor extremos predisponen a la generosidad, pero ¿qué ocurre en zonas 'templadas' como España? Aquí la solidaridad va por comunidades autónomas. En el norte, como están mas cerca del frío, hay cierta tendencia a acurrucarse en torno a los genes propios, o a su propia balanza fiscal -que la pela, buena o mala, mientras no se comparta no iguala- sin que preocupen las necesidades que tenga el vecino; siempre que las siga teniendo.

En el sur, en cambio, hay menos reticencias hacia el forastero, que por el mero hecho de serlo ya parece más listo, más alto, más guapo y más capaz. Y no sólo se le recibe bien, sino que se le envía mano de obra dúctil y maleable y hasta personas dispuestas a defenderle la casa y la hacienda, aunque eso suponga jugarse la vida. De tanta solidaridad como sobra, en el sur se comparte hasta el calor.

- ¿Ha visto la caló que hace hoy?
- La estuve viendo hasta que me rompió usted las gafas con el abanico.
- Perdone, mujé. ¡Qué fatiguita!
- A mí no me lo cuente, que el ascensor va lleno y yo vivo en el ático.

Más que para refrescarse, la gente del sur se abanica para echar sobre los demás el calor que le sobra. Y encima, por si el auditorio aún no hubiese roto a sudar, van y se lo cuentan.

- Mira que hace caló hoy, ¿eh?
- Digo.

No hay mayor peligro que un sureño con abanico. Hasta miedo da.

- Échese usted para allá, que me va a rayar el ojo de un sartenazo.

Así no se puede vivir. ¡Que vuelvan los cuatro de Locomía y nos den un máster de abanico! Si se atreven.

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