miércoles, 8 de julio de 2009


Pagafantas

José Joaquín Rodríguez Lara


LO cuenta García Márquez en 'Cien años de soledad': los 'americanos' 'se robaron' el Caribe. Lo enrollaron como si fuera una alfombra y se lo llevaron con todo lo que contenía. Unos años después, el de Aracataca retomó el asunto en 'El otoño del patriarca', novela en la que los gringos compran el mar antillano, lo trocean en piezas numeradas y se lo llevan con la intención de montarlo en Arizona. Con esta metáfora brillante, García Márquez expone en muy pocas palabras el porqué un país que no tiene nombre propio -tan estados unidos de América es el territorio de Obama como México y Canadá- se llama a sí mismo 'América', como si en vez de una nación fuese todo un continente.

Gabo no exagera. La realidad supera en magia al realismo mágico. A México le ha desaparecido parte del suelo patrio y, en estos días, lo busca por tierra, mar y aire. Quiere encontrar un trocito de terreno -Isla Bermeja se llama- que está en las cartas marítimas desde el siglo XVI y figura en los tratados internacionales pero que ha desaparecido. ¿Se la comió el tiempo? ¿Se hundió? ¿Se diluyó como un terrón de azúcar en el café? ¿La devoró el cambio climático? ¿La dinamitaron? Nadie lo sabe, pero no hay que descartar que se la llevaran los hueros del norte. Enrollada o por piezas.

A pesar de su pequeño tamaño, la desaparición de la isla es una llaga en el orgullo mexicano y no faltan razones para que así sea. Isla Bermeja marca los límites territoriales y su posesión concede derechos sobre los yacimientos petrolíferos del golfo de México que se reparten gringos y manitos.

Toda una isla enrollada como una alfombra, un país desmontado en piezas... Una imagen vale más que mil palabras, asegura un dicho chino, pero hay palabras con más poder de evocación que mil imágenes. Durante el tardofranquismo se hablaba continuamente del 'búnker'. Un vocablo que era un universo. Todo el mundo lo entendía. No era un refugio de hormigón, sino los coletazos de un régimen atrincherado contra la que se le venía encima.

A sus 3 años, Ana Inés Rodríguez bautizaba por su cuenta a las cosas cuyo nombre ignoraba. Llamaba «corrija» al bien, mal o regular que, como calificación le ponían los profesores a sus ejercicios, y pedía que le leyeran cuentos, aduciendo que no sabía «habiá con los libios».
Desde Oliva de la Frontera, Ildefonso Matamoros Cuecas, 'el Perigallo', llama «enciAnas» a las viejas troncas desdentadas que saciaron con sus bellotas el hambre de animales y personas y sirvieron de morada a vivos y a muertos.

La cartelera española anuncia estos días una película, 'Pagafantas', que retrata con humor el tópico e inoperante convite machista. Un pretexto para reír un rato, pero el título es tan bueno que bien pudiera sobrevivir a la propia película.


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