miércoles, 18 de febrero de 2009

Hoy, por Marta

José Joaquín Rodríguez Lara


CADA uno en su casa y Dios en la de todos. La sentencia, asumida a rajatabla, no ocultaba los gritos, llantos y gemidos de aquella buena mujer rodeada de hijas pequeñas a la que, una noche más, el marido había encontrado en casa, al alcance de la mano. Pasada la borrachera, el hombre volvía a su ser de esposo y padre, se buscaba la vida como podía y aquí paz y después gloria.

Hoy no sería posible escuchar semejantes broncas sin avisar a la Policía, sin intentar ponerle freno a la paliza o, al menos, sin exigirle silencio al vecino, pues no son horas de armar escándalo y el que más y el que menos tiene que madrugar. Pero entonces, la violencia doméstica y las agresiones machistas se desarrollaban sin cámaras ni micrófonos, en la intimidad del cadalso familiar, con Dios y, tal vez, los hijos como únicos testigos. La mayor parte de las veces mudos.

Ya nada es igual; y no acierto a saber si habría que añadir el manido 'afortunadamente'. El machismo estaba entonces -pongamos que cuarenta años atrás- muy extendido. En casa, en la escuela, en el trabajo, en las diversiones, en el acceso a la cultura, en la legislación y en la sociedad en general. Hoy no ocurre así. Ese machismo a flor de piel, esa marginación social y sistemática del sexo femenino, se ha corregido, en gran medida.

Pero el machismo no ha desaparecido, ni siquiera como radiación de fondo. La legislación y el imperio de lo políticamente correcto lo han arrinconado, pero pervive como corriente subterránea, enquistado en abismos personales de los que en ocasiones brota con el estruendo de un géiser cobarde y sanguinolento, sin distinguir regiones, apellidos ni capacidad financiera. Seguramente no hay más ni menos machismo que entonces, pero sí se manifiesta de forma diferente y, sobre todo, se refleja de modo muy distinto en la galería de los espejos mediáticos.

Aquella buena mujer habría denunciado hoy a su agresor, o lo habrían hecho sus hijas o los vecinos. Y habría dejado de recibir golpes sazonados con hedores de bodega, pero -con móvil o sin móvil, con pulsera o sin pulsera- tampoco estaría segura. 

No sé si la violencia tiene origen genético, si se trata de un comportamiento aprendido o se debe a los venenos que ingerimos -en la comida, en la bebida y en otras sustancias-, pero empiezo a pensar que si la prevención general no funciona debería hacerse especial hincapié en los tratamientos individualizados. Hoy por Marta y mañana, por ti.

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