miércoles, 7 de octubre de 2009


Derecho a vivir

José Joaquín Rodríguez Lara


En España, los toros salen al ruedo a ganarse la vida, mientras que en Portugal salen a trabajar. Esta es la principal diferencia entre la tauromaquia lusa y la hispana. En esta última, lógicamente, se debe incluir a los hermanos portugueses de Barrancos que lidian al modo español. Ganarse la vida como toro bravo en Portugal debe de ser prácticamente imposible, pues concluido su trabajo en el ruedo, al astado le espera el carnicero, para el que no hay avisos ni crítica ni tampoco tendido del 7. En España la dificultad era aparentemente mayor, ya que la tarea del cornúpeta no concluía hasta que doblaba las manos y recibía el último cachetazo del puntillero. Las cosas, sin embargo, están cambiando y, para algarabía del respetable, escándalo de los muy taurinos, zozobra de los presidentes, orgullosa risa floja de los ganaderos y satisfacción de los diestros, aumenta el número de toros indultados y, con ello, se complica el destino final de los supervivientes.


Hace años, el toro indultado no sólo era motivo de admiración y orgullo del mayoral y del ganadero, sino que se convertía en una rara joya, en un tesoro de genes bravos que podían utilizarse, y de hecho se usaban, en la mejora de los encastes. El animal que se había ganado la vida en el ruedo, si no moría después debido a las heridas causadas por los puyazos y las banderillas, se convertía en semental de plantilla y se pasaba los últimos años de sus existencia padreando en la dehesa. Con el aumento de los indultos, no todos pueden llegar a semental titular del hierro, debido a que o no hay empleos libres o a que no siempre reúnen méritos para ocuparlos. Algunos, incluso corren el riesgo de que se les arrebate la vida que se ganaron frente a los engaños, con lo que el público, que tanto afán puso en salvar al morlaco, lo que de verdad hizo fue contribuir a prolongarle el sufrimiento.

No es justo. No lo era reservar exclusivamente a las plazas de más categoría la gracia del indulto, como si de toros, en lugar de las vacas, «y no todas», supieran los muros del coso y las tablas de su callejón, y no los públicos -que van y vienen-, los presidentes, diestros y ganaderos. Pero tampoco es justo que el indulto dependa de la emoción del momento y del criterio bamboleante de la presidencia, a la que le cuesta más conceder una oreja que sacar el pañuelo del perdón. Incluso hay quien opina que aumentan los indultos debido a que cada día hay más antitaurinos en las plazas. Sería lamentable, ya que es fuera de los cosos donde verdaderamente generan afición.

En la ruleta del indulto, las reglas no deberían dejar rendijas a los caprichos de la interpretación, y al toro que se gane la vida habría que garantizarle su derecho a bienvivirla.




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