sábado, 14 de enero de 2012


El bien del mal jugar

José Joaquín Rodríguez Lara


Hace años, a muchos niños y niñas les picaba el culo. Tenían lombrices en el ojete. A los de ahora no. A los de ahora, si acaso, les pica la nariz y los ojos. Tienen alergia. Resulta difícil creerlo, pero hay quien dice que vivir en contacto con la naturaleza, con la tierra y sus criaturas, incluidas las lombrices, además de ayudarnos a valorar la vida y la muerte, lo preciso y lo innecesario, lo mágico y lo artificial en su justa medida, fortalece el organismo; por el contrario, criarse en un medio de asepsia superlativa lo debilita. Seguramente será verdad, pues la gacela que no corre –por falta de exposición al riesgo de vivir– muere antes. 

Quien más y quien menos conoce a algún ser desgraciado –animal o persona– con el que, a pesar de todos los pesares, no pueden ni fríos ni fatigas ni enfermedades. Son verdaderos casos clínicos y darían para una película, aunque no salgan en los telediarios. Habernos criado en la linde del lobo y de la serpiente –que es como una lombriz, pero en tamaño familiar– debería hacernos feroces, taimados, escurridizos, venenosos y mala gente en general. Pero no es así. De hecho, no hay asociaciones ni psicólogos que desaconsejen el contacto con la naturaleza salvaje y lo pregonen antes de Reyes. Lo que se considera verdaderamente nocivo es jugar a policías y ladrones con pistolas de agua. Todos los juguetes que representan armas son malísimos. En cambio regalar ‘barbis’ y similares, a pesar de su desmesura estilística (leo en Twitter que si Barbie fuese una mujer de carne y hueso sus medidas serían 96-45-83 y tendría una estatura 1,82 metros), su horterez manifiesta y su acendrada superficialidad, es una bendición. Siempre que quienes jueguen con muñecas sean varones. Para las niñas, la muñeca es un juguete sexista.

Batalla de paintball inspirada en el Far West.
Si todos los críos que han jugado con espadas, pistolas, rifles y demás trabucos de juguete hubiesen desarrollado un comportamiento bélico, aunque no fuera tan abominable como el de los marines norteamericanos que se mean sobre los muertos, el mundo habría desaparecido ya varias veces. Si todos los pequeños a los que les regalan muñecas viesen en la ‘barbi’ y sucedáneos su ideal de mujer, el mundo se acabaría por falta de mujeres ideales.

Ni las pistolas de plástico hacen asesinos, ni los microscopios de juguete hacen científicos, ni las muñecas hacen a las niñas buenas madres. Tampoco se le puede echar la culpa al Monopoly, y no al balón, de que especular sea el deporte nacional en este país, a la cola de las clasificaciones internacionales en educación.

Si la culpa de todo fuese de los juguetes perniciosos, bastaría con prohibirlos para salvar a la humanidad. Desgraciadamente no es así. Más que los juguetes, por violentos que parezcan, educan y deseducan la familia, los amigos y la sociedad. Incluso sería aconsejable que la infantería –tanto ellas como ellos– jugase más a vaqueros, para que, alcanzada la madurez y el estrés, no tuvieran que jugar a la guerra y dispararse unas a otros y otros a unas con balas de pintura. No por lo violento que parece, sino por lo ridículo que resulta. Siempre será preferible correr, saltar, hablar, gritar, enfadarse y reír jugando con otros niños a buenos y malos, que pasarse las horas muertas matando dibujos en el ordenador. O llegar a matar de verdad, para ver lo que se siente.

Donde se ponga un ‘repión’ con la púa ‘afilá’ por el herrero, que se quiten los juguetes educativos y hasta la ‘barbi’.


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