sábado, 13 de marzo de 2010

Delibes y su estela


José Joaquín Rodríguez Lara


Lo mismo que un agujero de gusano que pusiera en comunicación dos universos paralelos, tal que el ojo de la aguja con la que se zurcen dos mundos, como un ojal en el tiempo al que se abotonan lo público y lo privado, lo urbano y lo doméstico. Eso es un postigo. Una claraboya por la que la penumbra de la casa se asoma al sol de la calle y la luz y el color y los aromas y los acentos del vecindario dejan su poso de algarabía en la intimidad de los zaguanes.

Poco importa que habite una hoja de madera, que ésta sea de metal o simplemente de papel; el postigo siempre es un pretexto para la reflexión y una invitación entreabierta a contemplar la vida que pasa al otro lado del ventanuco, unas veces con prisas y otras con la cachaza de lo que se va para no volver, de lo que se agiganta en la memoria a medida que mengua en la distancia hasta desvanecerse en los ojos.

En la hornacina de este postigo late hoy mucho de lo público y bastante de lo privado al socaire del hueco que nos deja Miguel Delibes. Con su marcha perdemos a una gran persona, a un gran escritor y a un gran periodista. Nos queda su ejemplo, conservaremos sus libros y podemos poner en práctica su magisterio profesional, pero no es consuelo. Nada consuela completamente, salvo, quizás, el olvido. Y a Miguel Delibes habrá quien tarde en terminar de olvidarle. Por la calidad de su obra y por la crudeza con la que dibujó a muchos de sus personajes más entrañables.

Paco Rabal, que, junto a 'su cuñado' Alfredo Landa,
ganó un premio de interpretación en el festival
de Cannes, metido en las ropas y en los gestos de Azarías,
con la Milana en la mano.
Será muy difícil que la 'milana bonita' de Azarías -a la que Delibes hizo rapaz nocturna en la novela y las limitaciones del cine travistieron en córvido- deje de sobrevolar Extremadura. Y resultará prácticamente imposible que la impúdica miseria expuesta en 'Los santos inocentes', especialmente a través de la película de Mario Camus, deje de asociarse con la Extremadura real y contemporánea, a pesar de que nunca hubo en esta tierra gente capaz de olisquear el rastro de las perdices, como hacía Alfredo Landa -un sumiso Paco el Bajo 'desalado' por la fractura de una pierna- en la obra cinematográfica.

Con Miguel Delibes se va una forma de hacer literatura popular sin populismos, un modo de engarzar las palabras más humildes hasta confeccionar un texto de pedrería. Y también, un estilo de ser periodista. Empezó de caricaturista en 'El Norte de Castilla', el periódico de su Valladolid natal, y llegó a dirigirlo. Retrató a los personajes castellanos en las páginas de sus libros y a las personas de Castilla en las columnas de su diario. Con su muerte se apaga un poco de la esencia periodística, algo que no reside en la mancheta, ni en los edificios, ni en las rotativas, ni siquiera en los profesionales. Las manchetas se registran, los edificios y las máquinas se compran y los redactores se contratan. Casi todo lo necesario se puede comprar en el negocio de contar lo que pasa, salvo la estela amarillenta de los años, las irrepetibles imágenes de los viejos archivos y la experiencia vital de los periodistas.

Tal vez sólo es un simple postigo que comunica el presente con el pasado, el hilo de la aguja que hilvana los recuerdos o un humilde ojal al que se abrocha el vértigo de la vida, pero la memoria es un bien que está fuera del mercado.


sábado, 6 de marzo de 2010

El arma del futuro


José Joaquín Rodríguez Lara


VA para 35 años del final de la dictadura franquista y el sistema democrático no parece atravesar su mejor momento. Ojalá fuese una crisis de crecimiento, preludio del estirón, pero los síntomas apuntan más bien hacia el desencanto. En las virtudes cívicas y democráticas de la política ya no creen ni los políticos, como demuestra el hecho de que insistan en desacreditar la argumentación de los adversarios acusándoles de 'politizar' la discrepancia. «Haga usted como yo, no se meta en política», cuentan que aconsejaba a sus acólitos el Generalísimo Franco. Los políticos actuales no se atreven a decir lo mismo, pero los hay que cierran filas en torno a las prebendas del cargo como búfalos que defendiesen su última gota de agua. Y no están solos en su encornada lucha: sus beneficiados les secundan.

La inconsistencia de muchos, los escándalos de algunos, la corrupción de tantos y la estulticia de demasiados ha socavado de tal modo la imagen privada y pública de los políticos españoles -en general y con honradísimas excepciones-, que ya no se les mira con desconfianza, sino directamente con animadversión, como si en vez de representar al pueblo y de administrarlo, estuviesen arbitrándolo.

Trabajan poco, ganan mucho y además, como las antiguas criadas, abundan los que sisan, cuando no roban, todo lo que pueden. Como la falta de decencia se prolongue, no bastará con reducir las vacaciones parlamentarias y la panoplia de altos cargos, sino que hasta será necesario que, además de inauguraciones y declaraciones, los que conserven el empleo -especialmente si están en la oposición- se pongan a trabajar.

Es lo que hay y no hay nada mejor. La democracia es un bien que debemos defender con uñas y dientes. Costó tanto trabajo, tantas lágrimas y tanta sangre vivir en un régimen democrático que, además de triste, resultaría vergonzoso verlo languidecer. En Cuba y otros países regidos de forma dictatorial hay personas dispuestas a dejarse morir por la libertad. En España hubo muchísima gente que apostó su vida por la democracia y hasta quien la perdió por gestos tan 'peligrosamente criminales' como enarbolar una bandera autonómica. Esa misma bandera con la que ahora hasta se rizan las banderillas de las corridas de toros y a la que deben mostrar reglamentaria pleitesía las mismas fuerzas del orden que disparaban contra ella en las calles. Tanto hemos cambiado que, de todo aquello, sólo quedan recortes de prensa y algún que otro 'gilitoledo' sin memoria ni corazón.

Si los políticos procediesen de una casta especial, como a veces se afirma, bastaría con un descaste para ponerle solución al problema. Pero no es así. Proceden del pueblo, son gente común; con galones, pero común. A veces, demasiado común. Así que la regeneración debería comenzar por la base, convenciéndonos a nosotros mismos de que somos la democracia y de que la cuota parte de soberanía que hay en cada voto, es un 'arma cargada de futuro' que resulta esencial para marcar nuestro destino y para conservar nuestra libertad.