miércoles, 13 de junio de 2007

Fedra, en rojo y negro

José Joaquín Rodríguez Lara

 
Dos horas de reloj duró la representación de Fedra, y tres minutos de aplausos premiaron el esfuerzo de quienes han puesto en escena la primera obra de LIII Festival de Teatro Clásico de Mérida.

El público ocupaba tres cuartas partes del aforo del Teatro Romano; un éxito para un arranque de Festival en jueves y a mediados de julio. Fedra tiene ante sí dos fines de semana y llenará el Teatro.

Juan Mayorga es el responsable de la dramaturgia. Lo mejor de su Fedra es el texto. La historia es corta. El argumento se puede resumir en un párrafo. Fedra se enamora de su hijastro Hipólito y tras sucumbir a la pasión, sin ser correspondida por el joven, lo denuncia por despecho y por miedo.

Más que contar unos hechos, los personajes reflexionan sobre sus consecuencias. La belleza y altura poética de los diálogos endulza su degustación en las cáveas.

La actuación de Ana Belén sorprende; incluso a personas que no la tienen entre sus actrices favoritas. Fedra es pasión y tormento, y Ana Belén ofrece una actuación atormentada y llena de pasión, aunque distante. Seguramente se debe a que ella es así.

Buena parte de la representación se sustenta sobre la experiencia y la profesionalidad de Alicia Hermida, que interpreta a Enone, la dueña, aya y criada de Fedra.

Cuando le correspondió saludar al coprotagonista, Fran Perea, que interpreta a Hipólito, los aplausos subieron un punto, lo que es una circunstancia no desdeñable si el público debe pasar por taquilla.

Bajo la dirección de José Carlos Plaza, el montaje de Fedra seguramente funcionará bien en el Festival, aunque no es un espectáculo diseñado para el Romano, ya que no aprovecha la monumentalidad del Teatro.

El decorado es cortante, minimalista y práctico. Una plataforma negra que hace de suelo, un lecho y diván de psicoanalista, que surge del suelo y desaparece con rapidez y eficacia, y un muro rojo que actúa como doble pantalla: por una parte oculta la parte central del orden inferior de las columnas y por otra, resalta el juego de luces y proyecciones, que tienen una función estelar en el decorado.


Todo ello resultará sin duda muy útil en otros escenarios, pero en el Teatro Romano y cuando la obra se desarrolla íntegramente dentro del palacio de Teseo, es sorprendente que se desprecie el mármol tapándolo con la carpintería. Ver desaparecer a Fedra detrás del muro no es lo mismo que un mutis de Ana Belén por la valva regia.

No obstante, lo peor es el sonido. Ana Belén es una actriz que canta y Fran Perea, un cantante que actúa. Los dos tienen suficiente chorro de voz para el Teatro Romano, pero todos los intérpretes llevan micrófono y, en más de un pasaje, su voz suena metálica, inhumana, lo que resta verosimilitud a las pasiones que pretenden trasmitir.

Cierto que el micrófono parece ya imprescindible para actuar en el Teatro Romano de Mérida. Pero hubo un tiempo en el que hasta los grandes de la escena desafiaban al polvo y a los cambios de temperatura y salían a la arena del Romano sin micrófono ni paracaídas. Eran actrices y actores, criados en los teatros a la italiana y en los tablados de las plazas públicas, a los que la maravillosa acústica del Teatro Romano les parecía una bendición. Actualmente, los actores y las actrices se amamantan del cine y, sobre todo, de la televisión, y quitarles el micrófono equivale a taparles la boca.

En Fedra no sólo se recurre a los micrófonos, sino que la ingeniería parece estar por encima de los intérpretes y hasta del espectador, al que muchas veces se le hurta el rostro de los personajes. Incluso se tiene la impresión, al menos en dos ocasiones, que Ana Belén no se carcajea ni tampoco grita, sino que en cada caso entra una grabación mientras la actriz le da la espalda al público.

El público, sin embargo, no le dará la espalda a esta obra, en modo alguno, pues Fedra es un espectáculo que merece la pena ver.